jueves, 4 de marzo de 2010

Iswe Letu: Acérrimo adalid


Era minúsculo pero de aliento considerable.

Aunque, íntimamente, acérrimo adalid -uno de tantos entre los jornaleros- de que, al labrantío, se le dejase agonizar y morir en paz.

Recóndita propensión déspota para un quebradizo y escuchimizado cuerpo. Lógica en la escabrosidad de su alma herida y quebrantada. Y laborada con doladeras; fraguadas, eso si, en el dulce ensueño; que no otra cosa eran: artimaña, solo artimaña, labiodental: forraje o potaje que se engullía entre ellos, superficialmente; y tratando de derrumbar, desguarnecida y estúpida -pensaban- sensiblería pequeño burguesa: en la cual, no obstante, caían todos ellos.

En realidad, era un ansia de tierra para trabajarla en propiedad individual y, si pudiera materializarse, intransferible. Esa ansia se transformaba en odio cordial -pero odio a la postre- los domingos, cuando jugaban a las cartas; y a la atardecida, los pequeños propietarios, levantándose de la mesa, se despedían saludando, con harto dolor de su corazón, para atender al ganado y otros menesteres y, ellos, los jornaleros, respondían:

--"¡Ale!, el que tenga hacienda, que la atienda; y si no, que la venda"

Y seguían jugando a las cartas con una mezcla de envidia y gozo.

Intención tan íntima de reestructuración terrena, hay que decir, nunca fue llevada a la práctica con hechos colectivos; resignándose o conformándose, todos ellos, con los llamados "huertos familiares"; cuya productividad no alcanzaba para mantener una pierna, cuanto más para alimentar una familia entera.

Libélula negativa su íntima y volátil protesta por cuanto pendulaba en un océano de triple oleaje contrapuesto: querer y no poder y no actuar.

Consideraba, y consideraban, inconscientemente, dadivosa marejada su amargura; pero de tan minúsculas olas que hender, lo que se dice hender, no hendían nada.

Esa inferioridad, ese pequeño oleaje, no obstante, estaba adornado de ínfulas ególatras, humildísimas si, pero ínfulas; y que sirvieron para muy poco. Pobre marejada transmitida, al hijo emigrado, si no por una educación sistemática, que no pudo darle, y oralmente era comprometido, sí en la carne rasguñada.

Los nones mechados e insertados en el aire de su cabaña, ante la lumbre de su hogar, atravesado por corrientes heladas que latigueaban sus espaldas, después pude comprender el porque no salieron al exterior nunca.

Como pude entender que, la punzadura espiritual que guardó durante años y nunca la declarara, nada mas que a unos pocos, demostraba fehacientemente que un cuerpo, por muy pequeñito que sea o por muy degenerado que parezca, esconde un cerebro hecho durante siglos para eso, para cavilar.

Demostraba también el dicho, en lenguaje guerrero: "no hay enemigo pequeño".

Esta verdad de Perogrullo necesitaba demostrarse en un ser como este: sumiso, apocado, conformista, un si es no es imbécil, borracho muchas veces, casi enano, de barba negra y tupida como mono y un sonreír continuado como el tonto que parece que mira con la boca.

Necesitaba demostrarse cabalmente, para comprender las corrientes de pensamiento rebelde que, como un guadiana, aparecen y desaparecen a lo largo del planeta.

Esa verdad perogrullesca, que yo descubrí, me llenó de alegría pues echaba por tierra la concepción de las llamadas "minorías selectas inasequibles al desaliento".

Su casa, en la que entré una sola vez -recién encaladas sus paredes, y fregados y adecentados los suelos con, a modo de pintura, la mierda de las bacas convenientemente envuelta en agua y que olía a limpio- por lo que pude ver, constaba de dos partes: una espacio enfrente de la puerta, con leña y aperos de labranza y una cocina, diminuta, separada de lo anterior por una pared de adobes, a la izquierda; tenía esta cocina, en su frente, el hogar con lumbre de paja y un puchero al fuego; en la parte de la derecha, una mesa de madera donde cabían muy ajustadas dos personas; y mas a la derecha, un camastro donde dormía.

Me habló de bastante cosas: de su niñez en el orfelinato del que había salido sin transformarse en delincuente; y lo decía con orgullo pues distintos compañeros habían terminado en la penitenciaría; de la contienda del 36, en las filas antagonistas a la República; y porque le acarrearon a la fuerza, es un decir, pero de manera acostumbrada, al estar, como estaba entonces, en el servicio militar, dentro de la jurisdicción que quedó en poder de los sublevados contra la administración legítima.

Subrayaba lo de que fue acarreado a la fuerza, en razón de que muy bien pudiera haber guerreado en la otra zona, mismamente a la fuerza, de haberle pillado la sublevación en lado contrario.

El, de asuntos políticos, no entendía, aunque sí se le alcanzaba que fue a salvaguardar las posesiones de los labradores del pueblo y no nada suyo que no tenía ninguna propiedad.

Del desposorio con una muchacha a la que todavía rememora con apasionamiento y que, lamentablemente, se le murió al despuntar el retoño, un año sobrevivió con él solo --se le saltaron las lágrimas

-- Mese murió enseguida, ¡Dios la tenga en su gloria!

Aquí le interrogué sobre su religiosidad ya que iba al templo, los domingos y fiestas de respetar, sin fallar un día siquiera:

-- Algo tiene que haber. Aunque no creo yo que estos palos... Pero esto que no salga de aquí -dijo cogiendo dos maderos, cercanos a la lumbre, poniéndolos en cruz.

Y luego sus ojos se encendieron como dos ascuas.

-- ¡Ah!, pero Cristo: ese si... ¡como le maltrataron! -- concluyó.

Fue un razonamiento muy gráfico y no había que manifestar nada más: con eso valía.

Su protesta, alimentada, como se decía, de hambres y fríos, alcanzó colorantes asesinos que, bienaventurada o desgraciadamente --según se vea-- no pudieron encarnarse en hechos sangrientos, por afrentas recibidas, día a día, en su pueblo, por bravucones:

-- "Me cagüen..., por chulos: que eso es lo que son".

En una bodega, un poquito embriagado, extrajo una navaja con la determinación de rajar al pimpollo de un propietario que conceptuó a su desposada de ramera; el otro se rió de él abusando de su considerable reciedumbre; le inmovilizó el brazo armado con una mano y con otra mano le apretó la mollera hasta metérsela en la cubeta de vino; indefenso como estaba, y de impotencia lleno, le dio un ataque de nervios y tuvieron que trasladarlo al domicilio; desde aquel tiempo lo trataron de borrachín y, como tal beodo, se encurdelaba muy a menudo.

En las viviendas --no en todas-- donde sirvió le proporcionaban "vino como quien echa pienso al cerdo".

En los últimos tiempos del franquismo, como decía, los vínculos con los propietarios se habían despersonalizado hasta extremos de ajustarse por una porquería de estipendio y a la hora de la comida "te echaban a casa".

-- "Antes, por lo menos, comías con ellos y de su misma comida; y, si no todos, algunos te trataban como uno más de la familia; ahora eso se acabó; y no me gusta " -concluía.

Su rabia comenzó empozándola para dirigirla después hacia los que quieren guadañar el mas mínimo brote de protesta; pero en una inclinación espermática vacióla en su esposa que le dio un descendiente, como ya se ha dicho, aunque falleciera a consecuencias del alumbramiento, como también se ha dicho.

Inmortalizó aspiraciones en consumado acontecimiento amoroso, con toda la imperfección, pero con toda la esperanzada y alabanciosa polidipsia.

Un día será coronada de abricotinas, o pernigones, o ciruelas que tanto le gustaban; aunque la sangre manche todas las paredes.

Sangre que vio como le brotaba a su hijo cuando se le resbaló del catre y se rompió la cabecita; fue el principio de una sucesión de adversidades hasta que consiguió, mediante el venerable del pueblo, llevárselo a un establecimiento de caridad.

-- "Me cagüen... vaya si lo logré".

La ventisca debeló lánguida hojarasca y él, sin ser consciente de su labor, o por serlo, marcaba un precedente colactáneo al prolongarse en su descendiente; produciéndole una sublime delectación; placer resbaladizo difícil de apresar por los enemigos que llevó, siempre, marcados en su cerebro como con hierro al rojo vivo.

Ya anciano y apoyado en un báculo, para disimular la renquera de una pierna que le apareció a continuación de un mal, fue a cobijarse, con su retoño emigrado, a un pueblo éuscaro allá por los años de mil novecientos setenta y tantos.

Un día, contemplando la manifestación de los obreros de una papelera -encabezando la cual iba su vástago, entre otros, en vanguardia, agarrando la pancarta- como viera un vehículo de la policía, que él creyó, se lanzaba a toda velocidad contra los proletarios, temiendo seriamente por la supervivencia de su sucesor, se interceptó en la trayectoria del móvil.

Y lo hizo gritando algo que había oído vocear, bastantes veces, por aquellos lares. Algo que, aunque no entendía, le parecía un insulto gigantesco, muy sonado, taumatúrgico. Ese algo le brotó de un manantial acibarado. Ese algo cuyo espíritu, para él, se transformaba en despachurrador de hacendados perdonavidas de su pueblo.

Ese algo se le desbordó en su boca sin comprender que, precisamente eso, ese algo que nombraba, permanecía absolutamente indiferente a la huelga y a la manifestación que capitaneaba su hijo.

Y gritó: "Gora eta mil...". Y el automóvil le mutiló el grito y el cuerpo.

Murió atropellado por un auto policial sin que sus ocupantes penetraran en el porqué de su actuación.

Y menos, claro está, en la sonrisa que afloraba en sus labios mientras moría.

Fue poca cosa de cuerpo pero de aliento considerable.