viernes, 16 de marzo de 2007

Luis Mateo Díez: 'Días del Desván' (I)



DÍAS DEL DESVÁN I.



La nieve era la vendimia del invierno y anunciaba los bienes de una larga cosecha que florecía en los frutos blancos. Llegaba al Valle como una sorpresa que todos los años se repetía, porque casi siempre disfrazaba su advertencia en el temblor helado que la presagiaba, y el presagio se incumplía una y otra vez hasta que, de pronto, amanecía el Valle helado.

La emoción más primitiva de la nieve es que une la soledad con el silencio, no la soledad del abandono sino la que surge como un sentimiento de desposesión y lejanía que, por primera vez, anuncia lo poco que somos y la nada que nos acecha. La nieve suscita una conciencia física de esa soledad que reduce nuestra palpitación y alimenta un silencio que procede del vacío que contiene lo que se borra.

No es una emoción dramática porque el sentimiento que la conforma nace de la placidez misma con que vuelan los copos, de esa parsimonia que contagia la mirada con la solemnidad de lo que parece detener el tiempo, acaso también borrarlo. Hay en ella una fascinación de suavidad y ensueño que lo emparenté con el sosiego de las hogueras, una paralela fijación entre el hielo y las pavesas.

La nevada detenía la vida porque sumergía el mundo y transformaba el Valle en un paisaje inexistente que lo expandía más allá de sus límites geográficos, más allá de la realidad y el sueño, en algún lugar de la memoria de la infancia que no iba a coincidir con ningún recuerdo concreto, apenas con el fulgor de esa emoción primitiva que alentaría el misterio de las más primitivas emociones del Desván.

La nieve goteaba por las comisuras de las claraboyas y la luz húmeda iba filtrando el níquel del invierno, un brillo de metal magnético que imantaba los rincones polvorientos y depuraba la atmósfera, hasta convertir el Desván en un fanal que amortiguaba la herencia de su decrepitud y antigüedad.

Los niños no fueron dueños de ese sentimiento desolador de la nieve hasta que no habitaron el refugio en los días en que la nieve aislaba su existencia, cuando no se podía salir de casa y la escuela permanecía cerrada.

Entonces en el Desván corrían las horas más inusitadas, las del asueto obligado que les mantenía con la imaginación arrecida y una sensación de tedio y frío que doblegaba el ánimo casi hasta el abatimiento.

La soledad y el silencio conformaban un eco en la lejanía del Valle inundado, en la desposesión de los paisajes que saqueaba la nieve hasta hacerlos desaparecer, como si la nieve fuese el ladrón que se apropiaba de todo aquello en lo que podía posarse, o el fantasma que ahuyentaba cualquier apariencia de vida.

La oquedad de una nada tan fría, como la del fanal niquelado, auspiciaba algún sueño remoto, la sensación de que la misma mano helada de la nieve se había apoderado del Desván hasta desvalijarlo por completo.

Les costó un tiempo superar ese peso inexplicable que la nieve depositaba en sus corazones, como si el refugio no sirviera para salvaguardarles y el propio peso detenido en el tejado fuera horadando los declives, antes de su desprendimiento.

Ese sentimiento derivó un día hacía la euforia hacia los bienes que la nieve anuncia bajo el sol. El Valle brilló como el espejo blanco de la vendimia, con el fulgor nacarado de las bodas y las cosechas. Había un cielo azul y fue la primera vez que los niños se alzaron hasta las claraboyas y lograron abrirlas.

*

Luis Mateo Díez

(De la página I de 'Fontana Sonora', suplemento de la Revista 'Caminar Conociendo, nº 5 de julio de 1996)

Luis Mateo Díez: 'Días del Desván' (y II)


Días del Desván y II.

Lo que Almo contó juraba habérselo oído a su padre, y del padre de almo todos tenían la impresión de un hombre tan extremadamente serio, que aquello debía de ser vedad por extraordinario que pareciera.

Lo contó una de esas tardes de invierno que larvaban el oscurecer con más desidia que inquietud, como si las horas inmovilizaran el sopor y los niños no encontraran el aliciente de ningún juego.

Se habían sentado en el soportal de la plaza, arracimados en el mismo poyo, con los cabases desordenados a sus pies. La plaza estaba sumergida en el silencio que la deshabitaba y hasta el agua de los caños de la fuente manaba con mayor sigilo, como si la desgana del invierno la contuviera.

Tal como lo contaba Almo, la noche no había hecho ninguna advertencia de nieve, al menos una advertencia suficiente para que Birno pudiera calcular las complicaciones de aquellos siete kilómetros hasta el pueblo, desde la bocamina de Canzo, por los pinares y las selvas del Rebueno.

No era la hora habitual porque no coincidía con ninguno de los turnos, y Birno había tenido que hacer algunas labores especiales y el camión en el que había subido, había bajado hacía un buen rato. Los siete kilómetros por los pinares y las selvas le parecieron el mejor atajo y, por lo que comentaba el padre de Almo, no reparó en nada que no fuese el pensamiento de llegar a casa lo antes posible.

La nieve llegó por el camino en la dirección que Birno llevaba y en los trechos en los que el camino se hacía sendero o se adelgazaba hasta el límite de una huella que se internaba en la maleza, arreciaba como si los copos volaran más inquietos.

El padre de Almo, que conocía a Birno de toda la vida, dijo que solo un hombre joven y fuerte como él pudo seguir adelante, cuando pasados algunos kilómetros la nieve ya cuajaba en la espesura del pinar y, mucho más, por la selva de los helechos, sabiendo Birno que el tiempo que llevaba andando no coincidía con un tramo favorable de trayecto, y la noche cumplía sus horas mientras más se extraviaba.

Por las profundidades del Rebueno se escuchó la respiración de la alimaña. Ahora la nieve caía con mayor parsimonia, densa y ociosa, en ese punto en que la nevada ya no se resigna a ceder, porque conquista la convicción de que se hará eterna. La respiración llegaba como un rastro más ávido que sofocado, y Birno se detuvo un instante.

El lobo calla y se agacha, decía Almo que había contado su padre, cuando la presa se para, y cuantas veces lo haga la presa lo hace el lobo, teniendo en cuenta que el lobo teme al hombre y no le va a atacar hasta que lo tenga derrotado.

Lo escuchaba con absoluta nitidez, como si el silencio de la nieve sirviera para ampliar el eco de la persecución.

Birno llevaba un rato sintiendo la humedad helado que amenazaba los músculos, porque su ropa sorbía los copos y sus pasos se habían hecho demasiado lentos. Intentó agilizarlos pero fue imposible. El rastro de la alimaña era cada vez más cercano, tanto, contaba el padre de Almo, que hubo un momento en que, al volver se percibió su hocico, del mismo modo que unos pasos después, vio brillar sus ojos.

Del pinar y la selva a la Corrala la noche se hizo más larga que ninguna. Al menos más larga que todas las que Birno pudiera recordar juntas.

El lobo corría a su alrededor, le adelantaba, le aguardaba, volvía a perseguirle. Era un bicho enorme y, cuando Birno alcanzó la vuelta del camino que, hacia la Corrala, señala un abedul gigante, lo vio tendido en la nieve, al pie del abedul, como si hubiera elegido ese punto, desde donde ya podía avistarse el pueblo, para poner fin a la persecución.

Fue entonces cuando Birno se detuvo y sintió que el miedo, un miedo que venía creciendo en su cuerpo como el musgo de la congelación, paralizaba su mente, enquistaba su voluntad, desvanecía la conciencia, al tiempo que comenzaba a percibir una extraña salpicadura en las venas que, sólo por un instante, alertó el latido de lo que deja la vida en el umbral de la muerte.

El lobo husmeó con sigilo y receló de aquel cuerpo varado que ya no tenía respiración y retomó el rastro de su acecho, la huella que la nieve velaba en el camino de la persecución, como si quisiera regresar sobre sus pasos al interior de la selva petrificada.

Almo dijo que su padre fue el primero que vio a Birno llegar al pueblo, porque esa madrugada los mineros del primer turno adelantaban la entrada y él tenía que ir antes.

Venía entre nieve como si la nieve le creciera del cuerpo y caminaba como un autómata, con pasos firmes y mecánicos.

Lo que más impresionó al padre de Almo fueron los ojos de Birno, la mirada helada que solo comenzó a desentumecerse cuando se sentó desnudo, con una manta a los hombros, ante la estufa de serrín. Eran los ojos de la alimaña que le había perseguido y sólo con mirarlos comprendía uno, aseguraba el padre de Almo, lo que el miedo había matado para siempre en el corazón de aquel muchacho.

Luis Mateo Díez nació en Villablino (León). Abogado. Premios: de la Crítica, Nacional de Literatura, entre otros.

(Estos dos textos inéditos enviados a ‘Caminar Conociendo’ pertenecen a un ‘relato de la infancia’ en el que actualmente (*) trabaja el autor.

(*)Después lo convirtió en un libro de relatos con este mismo título, ‘Días del Desván’ que publicó hace pocos años.
-Estos relatos de Luis Mateo Díez aparecieron en las páginas I, II y III de ‘Fontana Sonora’, suplemento de la revista ‘Caminar Conociendo’, del número 5 de julio de 1996-

lunes, 12 de marzo de 2007

Alfonso Peñalosa: Adagietto


'Olvida lo de ayer.

Busca la luz de las mañanas nuevas.

Piensa que el corazón, tu corazón,

se te puede dormir una tarde cualquiera.

están muertas las horas de tu infancia

y las lilas de entonces están muertas.

Pero en tu mano está resucitarlas.'


Alfonso Peñalosa

(N. en Zamora en 1911)