jueves, 26 de febrero de 2009

Recordando a Concha Tristán que acaba de morir

(In memoriam de Concha Tristán, militante del FRAP, última mujer condenada a muerte por el franquismo que acaba de fallecer)

(tomado de: http://senocri.blogcindario.com/ ) que tenía por título: 'A. Z. García Amigo: ¡27 de Septiembre, Justicia Popular!'

Érase una vez una golondrina muy muy joven que vivía feliz con sus padres, jugaba con sus amigas y ya comenzaba a trabajar llevando barro en el pico para construir su nido. A pesar de su juventud había realizado aventuras, a veces peligrosas, que mostraban a las claras su generosidad y su arrojo. Era dichosa.
Pero por azares del Destino que unos veces es bienhechor y otros maligno se quedaron prendidas sus patas, a la vera del arroyo, de un barro arcilloso. Por mas que hizo para desprenderse de él no lo logró. A cada movimiento se hundía más y más en el barro. Hasta que ya muy cansada se abandonó a su suerte y el barro la tragó.
Al poco acudió al arroyo un alfarero a coger arcilla para su trabajo porque se le habían agotado las subsistencias. Metió una buena cantidad en un zurrón y regresó a su taller.
Como habréis adivinado dentro del barro latía aun la galondrina de nuestra historia sin que el alfarero lo supiera.
Allá, en el nido de la golondrina, sus padres, como no regresara a tiempo, comunicaron su inquietud a los vecinos. Quienes ayudaron a buscarla por todas las partes. Infructuosamente. Y pensando que habría muerto se hundieron en la tristeza y la lloraron amargamente.
Mientras tanto, el alfarero puso parte del barro en el torno y comenzó a modelar un jarrón. Metió los dedos en la masa para hacerle el hueco a la vasija, viéndose sorprendido con un bulto que iba saliendo en la panza de la vasija. Y ya iba a quitárselo cuando le llamó su mujer.
Contempló un instante su obra y la dio por bien hecha. Al fin y al cabo el abultamiento tenía forma de pájaro.

-¿Quién va a pensar que es un pedrusco?, pensó para si.

De modo que, como la mujer arreciara en sus gritos, cogió con rapidez la pieza y la puso junto a las otras para que se secara al sol.
Y se fue.
La golondrina, porque el bulto como ya hemos dicho era ella, al sentir los rayos del sol y viéndose casi libre comenzó a moverse intentando apartar de si la suave y débil capa de arcilla que la cubría. Cuanto más esfuerzos realizaba más forma de golondrina adquiría. Luego, podría volar y volar para reencontrarse con sus padres y amigas que echaba mucho de menos.
Para su desgracia no solo se movía ella, también lo hacía el sol, señor de los cielos. Era verano y alcanzaban de lleno sus rayos ardientes a las vasijas del alfarero. En poco tiempo la fina capa que rodeaba a la avecilla se fue endureciendo, con lo que que la golondrina viose abocada a permanecer en el jarrón.
Mucho lloró. Tanto, que la arcilla que cubrian sus párpados se deslizó en forma de gota dejando libres sus ojos. Volvió a ver la luz y con ella a sus amigas que volaban, incesantes, por el cielo preguntándose dónde estaría su amiga: aun tenían la esperanza de volver a verla.
Sintió alegría y pena; alegría de dejar un mundo oscuro y pena por el encierro en la que se veía presa. Una cárcel arcillosa.
Esto pensaba la golondrina cuando el artesano regresó a su faena, triste y compungido por las deudas en las que estaba encarcelado y que le tenían el corazón en vilo.
Continuó su trabajo sin el más mínimo aliciente. Las ideas volaban por los más negros espacios augurales. ¡Qué sería de su familia!
Pintaba sus vasijas sin ganas, mecánicamente.
Mustio y mohino se hallaba al coger del suelo el jarrón que, como se ha dicho más arriba, dejó cuando su mujer le llamara para lamentarse de que su bolsa se hallaba vacía de monedas y preguntarle, de muy malos modos, de dónde sacaría dinero para subsistir. No supo qué contestarle. Pero ahora, al ver la vasija, se le iluminó el rostro. El vientre del jarrón tenía una protuberancia de pájaro perfecta. Paseó sus manos por el bajorrelieve pareciéndole que la forma estaba viva. Hasta creyó ver como se movían sus ojos. Se dio una palmada en la frente como para ahuyentar sueños.

-¡Que tonto soy! Cómo se van a mover los puntos negros de algún pedrusco...

Hay que decir, para que se entienda bien el relato, que el hombre era un artesano que tenía una gran sensibilidad y comprendió que se hallaba ante una forma de exquisita factura. Necesitaba, eso si, darle una capa de pintura para que ese bulto adquiriera el color de una golondrina viva, tal que llorara desesperada por desprenderse del resto del jarrón.
Había creado una obra de arte. Única y valiosa. Y fue consciente de ello.
Los miércoles, en aquella localidad donde vivía nuestro hombre, había mercado y como todos los miércoles acudió con sus piezas de barro a su puesto. Colocó sus piezas, saludó a los verduleros y verduleras, a los pajareros, a los vendedores de pescado, a los meloneros... Luego se puso a vocear sus mercancias. Voces que se confundían con las de otros artesanos y comerciantes. Una alegre algarabia se adueñó del mercado semanal. Funcionarios, campesinos, estudiantes, amas de casa... iban acercándose hasta los distintos chiringuitos.
Él esperó a que las gentes se fijaran en sus creaciones.
Un niño que paseaba cogido de la mano de su madre exclamó:

-¡Mamá! Mira ese jarrón tiene una golondrina posada en su barriga.

Y fue como, si de repente, descubriera algo que todos habían percibido pero que no se habían atrevido a decir en voz alta no fuera a ser que los trataran de locos.
Efectivamente, los viandantes se admiraron de este logro artístico, lo elogiaron, felicitaron al artesano y pujaron por comprársela. La vendió a un buen precio.
Antes de que se la llevara una señora la besó en el lugar donde estaba la golondrina que sintió su beso y se emocionó.
Ya no tendría problemas económicos. Podría pagar todas las deudas, porque, además, había vendido la totalidad de sus piezas.
Marchó alegre el alfarero. Y contenta así mismo se fue la golondrina con la compradora por haber conseguido la felicidad de aquel hombre.
La mujer que compró el jarrón lo puso en la repisa de la chimenea del salón. Desde allí veía el avecilla un mundo extraño y limitado: sofás y sillones donde se sentaban la mujer, su marido y tres hijos; y donde dormitaban a menudo dos gatos, uno negro y otro blanco. En mesillas y aparadores había macetas con plantas de nombres que nunca había oido: spatillyum, calas, palmeras... Otras plantas de raros nombres estaban colgadas del techo.
Lo que mas le gustó fue un pajarillo. Estaba, como ella, encarcelado en una jaula. Aunque la diferencia era notable, porque él podía utilizar sus alas y ella no. Algunas veces, al ver al pajarillo volar de travesaño en travesaño se sublevaba erizándosele las plumas que, enseguida, se encontraban con la dureza de la arcilla y le dolían. Intentaba romperla. Su esfuerzo sin embargo era vano.
Al esposo de la señora le pasaba algo parecido con sus brazos. Su movilidad era limitada. Pero en la desgracia hay diferencias de mucha naturaleza: la parálisis de ella era casi total; la del hombre era parcial; y la del pájaro era relativa, solo relativa; su cárcel era de arcilla; el molde del señor era de carne; y el del pájarito era casi invisible, etérea.
Cuando se comparaba con el hombre que estaba ahí, sentado en el sillón, volvía a rebelarse contra su infortunio, porque sus piernas se movían y podía ir de un lado a otro. Ella en cambio...
Eran momentos de rabia y de impotencia para el ave emigrante. Y si no fueran amortiguados por el trato amable, casi amoroso, que recibía el jarrón golondrinero siempre acariciándolo, o besándolo, o aseándolo... no sabe qué habría hecho.
Lo peor fue cuando colocaron un ramo de flores, al recordar de pronto, dolorosamente que, ella, había sobrevolado campos cuajados de esas mismas flores. Fue un ramalazo de nostagia que recorriera su ser. Y volvía a encender su rebeldía contra la injusta situación en la que se encontraba. Luego, se iba aquietando. Por otra parte, no podía acusar a nadie de su estado.

-¡Maldito Destino!, exclamaba.

Y se ponía a soñar que volaba.
Tantas y tantas veces pusieron flores en el jarrón que, paulatinamente, lo fue tomando como un regalo natural para ella.
Las flores le traían aire fresco y noticias del mundo exterior. En cierta ocasión, recordaba, una de las flores se curvó cayendo cerca de sus ojos. Era un clavel rojo de aroma profundo y muy agradable. Sintió deseos de charlar con él porque, antaño, aprendió el lenguaje de las flores:

-Hola Clavel, ¡qué olor tan penetrante tienes!


-¿Me conoces?


-Claro, yo antes volaba por encima de los campos donde había muchas flores.

-¿Antes?... Y ahora, ¿por qué no lo haces?


-Es que estoy encerrada en este jarrón.


-No te entiendo... Lo que si sé es que estás como yo: me han metido a la fuerza en este recipiente. Y menos mal que el agua que tiene en el fondo alivia el dolor, porque cuando me cortaron con las tijeras sentí un dolor horrible y comencé a sangrar. Ahora ya me duele menos.

-¿No lo entiendes?... En fin, sería muy largo de contar... Cada uno tiene su cruz... Oye...


-Dime.


-A mi el color de tus pétalos me recordó la sangre de una amiga que se sacrificó por una causa noble.

-No serás tú una de las 5 del 75...


-No. Que yo sepa. No conozco esa historia. Soy, eso si, una de las 100.


-¿Si? ¿De la bandada que encabezó la hija de aquella que se sacrificó por los hombre y que se cuenta en El Príncipe Feliz?

-Una de ellas. ¿Has oído la aventura?


-Algo se contaba por los campos de claveles. Pero me gustaría oirlo con tus propias palabras. Tú, que fuiste protagonista.


-Vale. Te la contaré con la condición de que no me interrumpas. Si lo haces se me corta el hilo y me pongo a llorar.


-De acuerdo.

-Verás: habíamos venido de África aquella primavera. Mi familia y yo hicimos un nido debajo del alero del tejado y un niño de pocos años me dio un día, que me posé en el alfeizar de la ventana de la habitación donde dormía, unas migas de pan. Lo agradecí porque, por aquel entonces, no abundaba la comida en los campos. A partir de ese momento acudi todos los días y siempre siempre tenía algunas migajas para darme. Y si no se encontraba allí dejaba un platillo con miguitas de pan. Llegué a ser amiga de él. Creo que nos queriamos mucho.

Por la mañana me levantaba temprano, volaba hasta los cables de la luz que había a la salida del pueblo. Allí se iban posando mis amigas y, cuando la aurora asomaba sus rayos, levantábamos el vuelo hacia los campos.
En una de esas travesías volanderas estaba cuando descubrimos asustadas un águila. Temblamos y en un quiebro veloz, en un arabesco de sombra, nos ocultamos entre las yerbas de un prado. Así estuvimos un tiempo hasta que la hija de la golondrina del cuento quien, como ya sabes, estaba con nosotros porque no quiso ir a Inglaterra y se vino a España, levantó el vuelo. Aun continuaba la rapaz en el cielo. No obstante seguimos volando sin perder de vista a la carnicera. Volabamos siguiendo los movimientos ondulantes del viento sobre los cereales y las hierbas: subíamos y bajábamos. Eran dignas de verse nuestras filigranas de baile en busca de insectos. ¡Ah! Viviamos...
En uno de los vuelos percibí que por un camino venía andando un niño. Enseguida conocí que era mi amigo. Se dirigía, sin duda, hacia el patatal que sus padres estaban regando. Me inquieté. Si lo descubría el águila, pobre de él. Porque era mala. Muy mala. Y tenía hambre. Mucha hambre. Y, claro, lo descubrió, ¡menuda vista que tiene la pájara! Colocose encima de él volando lentamente, como si planeara. Se lo comuniqué a Golondrina Fiel (llamaré así a la golondrina de la que ya te he hablado) Nos dijo que nos reuniéramos volando en torno a ella que nos hablaría. Pero que, como era peligroso lo que nos iba a proponer, solo lo hicieran las voluntarias. Las demás podían proseguir su vuelo. Algunas se fueron. Pocas. Nos quedamos 100. Por eso nos conocen como la bandada de las cien. Afirmó que la única manera de salvar al niño era distraer al aguila atrayéndola hacia nosotras. Aun a riesgo, cierto, de perder la vida alguna. Como así fue. Nos acercamos en bloque y el águila que planeaba, como ya te he dicho, siguiendo la trayectoria del niño, se vino hacia nosotras. Como teníamos previsto nos lanzamos en picado hacia la tierra. Una sorpresa le preparábamos de la cual se iba a acordar el águila toda la vida: en una huerta, cerca del patatal, donde trabajaban ajenos a esta batalla los padres del niño, se elevaban, clavadas en tierra, unas estacas en punta hacia el cielo para que treparan las matas de habas. A una señal de Golondrina Fiel, 99 de nosotras nos apartamos de ella que se dirigió a posarse en una de las estacas seguida muy cerca por la depredadora. Tan ciega iba, por el hambre y la ira, el águila carnicera que se jincó en la estaca. Desgraciadamente, nuestra compañera y guía no tuvo tiempo de alejarse lo suficiente del área de acción del aguila quien con una de sus garras la desgarró. Cayó Golondrina Fiel cerca del pico del aguila que aleteaba de dolor queriendo desasirse de esa trampa mortal. Golondrina Fiel pereció, pero salvó al niño. Reemprendimos el vuelo entristecidas por la muerte de nuestra hermana. Vi al niño que me saludaba con la mano. Me había conocido.

Así terminó el relato de la aventura y el clavel se sintió tan conmovido que dejó caer un petalo rojo en honor a la heroina muerta.
Quería decir algo pero no tuvo ocasión porque la señora de la casa cogió las flores del jarrón y las echó a la bolsa de la basura. Y es que al ver el pétalo en el suelo creyó que se estaban mustiando. Ella no entendía el lenguaje de las flores.
Muy sola y triste se quedó la golondrina emparedada en su arcilla. Solo los ojos le unían al mundo objetivo exterior. De allí recibía un panorama pobre para la que había sobrevolado casas, campos y montañas, ríos y mares: dos sofás, dos sillones, unas plantas, tres paredes y un pararillo en su jaula recordándole, una vez más, su desgracia y los grados de ella: primero, segundo, tercero y aun existía uno más: el de los deshauciados. Y como el que no se contenta es porque no quiere, ella se podía dar con un canto en los dientes: no estaba deshauciada. Nadie le había dicho que fuera a morir.
Se le elevaba entonces la moral, se henchía de optimismo, pensando en su valentía o en el sacrificio de su amiga. No se daba por vencida.
Para distraer su soledad se pudo a rememorar su charla con el clavel:

-¿Qué habría querido decir con eso de que si ella no era de las 5 del 75?... ¿A qué se refería?...

Se quedó un rato pensativa.
Mas tarde soñó que volaba.
La vida en aquella casa no tenía muchos altibajos; podría decirse que era monótona y aburrida: los hijos estudiaban (no todo lo el padre quisiera), la mujer iba al mercadillo los miércoles y el hombre escribía o leía (a veces en voz alta). Veían la televisión... En fin, como la mayoría de las familias.
La golondrina desde su encierro oía las lecturas del señor de la casa sin poner mucha atención. Sin embargo una que se refería a la madre de Golondrina Fiel. Era el cuento de 'El Príncipe Feliz' que había mentado el clavel. Le emocionó mucho y derramó abundantes lágrimas. El final de madre e hija era trágico: el sacrificio por una causa hasta la muerte.
Aunque es mas corriente de lo que suele creerse, pues lo hacen miles de seres, si no millones, toda la vida. La diferencia en la heroicidad, como en las desgracias, radica tan solo en el fulgor doloroso del instante de bravura, en unos casos; en otros el sacrificio es una resistencia gris sin brillo, pero no menos heroica a lo largo de toda la existencia de esos seres. Esa es la diferencia, ese el grado.
Le vino a corroborar este pensamiento la lectura de esa historia que narra la decisión de un ave de lanzarse a los cielos, aun herida, a riesgo de perecer en el intento, con tal de sentir el aire, la altura, la sensación de libertad.
Gesto valiente, brillante como el filo de la espada, pero su fulgor ciega sin dejar ver que es un gesto gratuito, ajeno a generosidades. Inútil, por tanto. Es rayo que ilumina cegando. Locura de los valientes. Para algunos la única sabiduría. La de los héroes. La de los arrojados. La de los valientes. No quería quitarle ella mérito, pero tampoco se uniría a la postura de los que esconden la otra, la de los de abajo que no brilla como el oropel, siendo valiosa, oro puro para los suyos, que es la de todo el común. Esta abre caminos a los que viven en el infortunio, en la desesperanza, elevándolos por encima de todas las desgracias. Muchos héroes hay que deambulan cabizbajos. Y sólo necesitan que las condiciones maduren para que, también, surja en todo su esplendor la capacidad que encierran en esa apariencia pálida. Se mostrará con clara intensidad que estaban hechos de pequeñas heroicidades que habían llegado a un punto de cocción preciso dando como resustado la magna obra que ya latía por debajo.
Descubre que ella es así: late, nunca mejor dicho, bajo la superficie.
Con motivo del cumpleaños de la mujer de la casa, el 27 de septiembre, los hijos le compraron un ramo de flores en el que venía una nota:

-"Tus hijos te desean feliz cumpleaños y te anuncian que tu hija ha aprobado la carrera".


-¿Si? ¿De verdad? ¿Has aprobado?... Este es el mejor regalo que he recibido en mi vida.

Lloró emocionada. Era verdad. Había aprobado. Su nota aparecía en Internet. En la web de su universidad.
El ramo de flores estaba encima de la mesa del salón y los gatos subieron a oler las flores. Para que no las estropearan las puso en el jarrón quien, como siempre, estaba en la repisa de la chimenea. Llenando de alegría a la golondrina que, así, podría charlar con las flores.
El día era uno de esos luminosos de finales de septiembre. El sol calentaba con fuerza. Por el cielo volaban, con alegres chillidos, numerosas avecillas. La mujer, en un arranque de desbordada alegría, abrió la ventana del salón de par en par para que entraran los rayos de sol a raudales y colocó la vasija en el alfeizar. La mujer y la golondrina respiraron profundamente. Miran al frente. Al cielo. Al fondo del cielo. A la calle. Al fondo de la calle. Venía mucha gente en manifestación. Se retiró de la ventana la señora para comunicárselo a sus hijos.
Como era la primera vez que habían colocado el jarrón en ese lugar la golondrina, ahora, veía un panorama connatural a ella: cielo azul, aves volando, nubes blancas, sol... ¡aire!, ¡libertad!... Por un momento se sintió libre de ataduras, de cárceles, de aherrojamientos... ¡de barro endurecido! Estaba en otro mundo. En su mundo...
Le sobresaltó la pregunta de un clavel:

-¡Oye!, ¿no eres tu una golondrina?


-Ya se ve.


-¿Y no serás por casualidad una de las 100?


-Estuve en aquel suceso. Ahora me encuentro encerrada en esta prisión.

Y le contó su desgracia.

-Hemos oído que cuatro del grupo de las 100 te están buscando. El resto emigró hace tiempo. Se lo voy a decir a mis parientes. Se alegrarán.

-¿Los tienes aquí?


-Si. Somos 3 hermanos y 2 primos. Yo me llamo José Humberto y mis dos hermanos se llaman José Luis y Ramón. Y los primos Txiqui y Otaegui. En realidad todos somos claveles...


-¿De dónde vienen esos nombre?

-Como te digo todos somos claveles. Pero la estudiante que ha aprobado la carrera nos ha bautizado así dándonos un beso. ¿Sabes qué día es hoy?


-No.


-27 de septiembre.


-¿Y?

-¿Y?... ¡Ah! ¡Ya entiendo! Tu desapareciste antes de que ocurriera esta historia. Te la contaré brevemente: hace unos años vivió un hombre malo que tenía por nombre Franco y no porque fuera sincero y abierto. No. Dirigía una dictadura cruel y sangrienta contra el pueblo. Mucha gente, la mayoría, lo odiaba. Luchaban como podían contra él. Contra esa dictadura militar. Entre ellos los jóvenes. Cinco decidieron combatirla con todas las armas en sus manos. Otros muchos también. Y se opusieron, legitimamente, a la violencia dictatorial con la violencia de la libertad. Eran débiles. Eran pobres. Eran pocos. Pero eran puros. Marcaban camino al andar. Pero los apresaron, los torturaron y los asesinaron un 27 de septiembre de 1975. Y todos los 27 de septiembre se celebran actos en su memoria. Colocan claveles rojos en sus tumbas que los malos arrebatan de ellas. Golondrinas en guardia se encargan de reponerlos en recuerdo y homenaje a esa golondrina generosa y a su generosa hija que sacrificaron su vida por los demás. Este año tocaba a las 5 últimas golondrinas del grupo de las 100. Es importante este simbólico acto porque, muchas, han ido perdiendo el recuerdo de aquello o se han dejado llevar por el desengaño o porque las tareas le ocupan tanto tiempo que las agota y cuando llegan al nido permanecen mirando como espectadores hasta que se duermen.

-Tal vez muchas, como yo, contemplan prisioneras el devenir de los acontecimientos sin poder hacer nada. O son prisioneras porque nadie les ha enseñado el modo y manera de contribuir con su acción a transformar las cosas. Paralizadas por la ignorancia. Se encuentran metidas en la mazmorra de la impotencia.

-Por eso es imprescindible tu concurso para mantener viva la llama de todo lo que es hermoso y justo y por lo que merece sacrificarse. En nosotros, los claveles, se halla la sangre de todos los héroes que en el mundo han sido y su aroma se expande en amoroso recuerdo.

-¿Y yo qué puedo hacer?


-Salir de ese encierro rompiendo los muros que te aprisionan. Para ello se necesita voluntad y determinación. La inteligencia te mostrará el camino.

-Eso... es más fácil de decir que de llevarlo a cabo... ¿Qué se oye?...


-Son los gritos de los manifestanes que se acercan.


-Dicen: ¡27 de septiembre, justicia popular! Lo oigo...


-Pero mira, se acerca a la acera, debajo de nosotros, un hombre con una pistola.


-¿Quién es?

-¿¡Quién va a ser!? Un partidario del asesino que mató a esos cinco jóvenes, con cuyos nombres nos ha bautizado la estudiante a mi y a mis hermanos. Por cierto, que aun no les he dicho que estás aquí. ¡Eh, hermanos! ¡He hallado a la golondrina de la bandada de las 100 a quien buscaban sus cuatro amigas! ¡Está aquí!...

Se produjo un movimiento en el jarrón por la alegría de los claveles, y por el aire movido por las alas de cuatro golondrinas que se posaron en el alfeizar; alfeizar al que acudieron los dos gatos de la casa atraidos por las aves; alfeizar donde la joven llegó llorando (acababan de comunicarle que la nota aparecida en Internet era un error) a proteger las flores y el jarrón de su madre.
Alargó la mano, pero no pudo impedir que se precipitaran al vacío.
Fueron pocos segundos pero la golondrina se vio colmada de una dicha infinita, sintiose cual si volara libre y soberana por el cielo azul, purísimo, de ese día soleado de septiembre. Hasta que chocó el jarrón en la cabeza del que se disponía a herir con su arma a pacíficos manifestantes. Ahí quedó, desmayado, en el suelo, entre los trozos del jarrón hecho añicos, mientras arreciaban los gritos de los manifestantes:

-¡Vosotros fascistas sois los terroristas!

Manifestantes que aplaudían vueltos hacia la ventana, donde una joven, flanqueada por un gato negro y otro blanco, lloraba embargada por la pena y la emoción.
Las cuatro golondrinas revolotearon con un clavel en el pico en torno a su hermana quien, aturdida, se recuperaba libre de encarcelamientos arcillosos, los cuales quedaron esparcidos por el suelo junto al clavel rojo.

Y el cuento aquí acaba sin decirnos si la pobre golondrina llegó a recuperarse del todo.

Ni si vivió feliz y comió perdiz.