jueves, 2 de abril de 2009

Camilo Castello Branco: La tristeza singular de las ruinas (*)

La tristeza de las ruinas es una tristeza singular, a la cual no todas las almas son sensibles. He podido observarlo en innumerables veces en el rostro de las personas que han ido conmigo a visitar un palacio derruido, los porches de un convento o los restos de los muros de un castillo.

En el convento de franciscanos que hay cerca de Viana, reliquia santa bajo cuyas bóvedas se cree oír todavía el bisbiseo de la oración de los frailes contemplativos, estaba yo una tarde de verano con un amigo que mucho había escrito sobre la poesía de la cruz. Subimos a un collado desde donde se divisaban extensas y fértiles tierras. La frente de mi amigo me parecía iluminada por la sagrada luz de la inspiración. Esperé, con reverente silencio, la estrofa inspirada por la soledad y esmaltada con los matices del propicio lugar, que amanaba de sí la suficiente poesía para el genio que la supiese leer. Entreabrió el poeta los labios, como la flor matutina el cáliz al primer beso del sol, y dijo:

-Si fuese mío todo lo que desde aquí se divisa, viajaría en barco propio, me comparía un palacio en Milán, otro en París, otro en Londrés, sobrepasaría el lujo oriental que Byron inventó para su Sardanápalo.

Nada respondí; triste estaba pero más triste quedé.

En otra ocasión, fui con otro amigo al castillo de Palmela. Descendí a las mazmorras, en las que no sería difícil, con una azada, sacar a la flor de la tierra los huesos de los que allí murieron hace cien años, emparedados por orden del conde de Oleiras. Rechacé con el pensamiente este episodio sangriento de la Historia y traté de recordar las glorias de los primeros siglos de aquel baluarte de nuestra independencia de Castilla y de la morisma. Estaba absorto en estas meditaciones, cuando mi amigo, cabizbajo, en el ángulo de un bastión murmuró:

-Hicimos una buena tontería no trayéndonos de Setúbal un trozo de carne asada y dos garrafas de Cartaxo, que es buen vino, y habría de sabernos aquí como el néctar de los dioses.

Ahora bien: este poeta era muy amante de las ruinas, pero cuando las poetizaba desde su despacho, en artículos a un tiempo nostágicos por lo que fuimos e inexorable en su fulminación de los gobiernos bárbaros que dejaron al furor iconoclasta demoler los vetustos monumentos de nuestra pasada grandeza.

Otro caso:

En los arrabales de Lisboa hay un extenso jardín abandonado, junto a una casa con impactos de balas y grandes grietas, desde el sitio de 1833. Por entre las hierbas y arbustos silvestres irrumpen algunas plantitas de rarísimas flores que se obstinan en florecer cada nueva estación, como si todavía no hubiesen perdido la esperanza de volver a ser cuidadas por la mano delicada que, con el corazón también en flor, las cuidó y mimó. ¿Quién se acuerda todavía de la hermosa jardinera que descendía con el sol a su jardín a buscar los más gentiles adornos para su cabello? La hermosa se fue, y la rosa florece todavía al pie del mirto, a la sombra de las anémonas, rodeada de las amapolas, que son adorno efímero de los sepulcros. ¡Cuán triste me abismaba en estos pensamientos! Mi amigo, autor de idilios que hacen amar la botánica y adorar las flores, pronunció entonces estas palabras:

-Este jardín, aquí a las puertas de Lisboa, si el dueño lo plantase de coles, lombardas y habichuelas, podría rendir unas veinte libras anuales.

Y a continuación me preguntó si iríamos a comer a Mata o a la Taberna Inglesa.

Por estos y otros casos análogos es por lo que digo que la tristeza de las ruinas es una tristeza singular, la cual no todas las almas perciben.

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(*) El título es nuestro
(1) De 'La novela de un hombre rico' -Introducción-; pags: 36, 37, 38, 39; cap. II; traducción de Inocencia y Mercedes R. Mellado; colección: Crisol, nº. 392; Aguilar, S. A. de Ediciones, 1955)