miércoles, 14 de octubre de 2009

Giosué Carducci: A la Aurora

Surges, ¡oh diosa!, y besas con tu aliento rosado las nubes;
besas las foscas cimas de los templos de mármol.

Yérguese a tu contacto con un escalofrío el boscaje;
todo el halcón los aires con rapaz alegría;

gárrulos chacharean en las humedas frondas los nidos;
graznan grises gaviotas por sobre el mar violáceo.

En el llano cansino te alegran de verte los ríos
y espejean en medio de un susurro de chopos.

Corre el potrillo bravo, muy alto la testa crinada,
hacia las aguas vivas, relinchando a los vientos;

en sus chozas, alerta, le responde la tropa de perros
y todo el valle vibra de sonoros mugidos.

El hombre, al que tú llamas a la acción, que es llamarlo a que viva,
aún te sigue admirando, moza antigua y perenne,


tal como te adoran tus patriarcas arios, erguidos
en la cima del monte y entre blancos rebaños.

Lleva aun hoy en sus alas aquel himno la fresca mañana
que, apoyadas en báculos, nuestros padres cantaban:

-Pastorcilla del cielo, de tu hermana celosa al establo
abres tú y por el cielo llevas las rojas vacas.

Guía las rojas vacas; guía tú los rebaños de nieve
y las potrillas bayas, gratas a ambos Gemelos.

Como joven esposa que va desde el baño al encuentro
del esposo y sus ansias en los ojos refleja,

tú, con dulce sonrisa, te desprendes de velos airosos
y tus formas de virgen muestras serena al cielo.

Las mejillas en llama, con el cándido pecho anhelante,
al encuentro tú corres del señor de los mundos,

de Suria esplendente; dasle alcance, le tiendes tus brazos
hasta el cuello y escapas, trémula y sonrosada;

los Gémelos, entonces, caballeros del cielo, te acogen
en su dorado carro, trémula y sonrosada;

tornas luego hacia donde, ya frenado el empuje glorioso,
vaya el dios fatigado a buscarte en la noche.

Por sobre nuestras casas -así te invocan los padres-
vuela propicia, ¡oh diosa!, con tu coche rosado.

Tráenos, cuando llegas del Oriente lejano, venturas,
con los trigos ubérrimos y la noche espumosa,

y que, entre becerros, larga prole te adore danzando
coronada de flores, pastorcilla del cielo-.

Tal los arios cantaban. A ti más el Imeto te plugo
con sus brisas, sus fuentes y oloroso tomillo.

Plácente en el Imeto ágiles cazadores humanos
que pisan el rocío con sus gruesos coturnos.

Se inclinaron los cielos cuando tú descendías, ¡oh diosa!;
se embozaron los montes en carmín luminoso.

No bajaste tú diosa, porque a Céfalo atrajo tu beso
y surgió, dios esbelto, sobre el aura ligera.

Sobre el aura amorosa surgió, de perfumes henchido,
entre nupcias de flores e himeneos de arroyos.

Cáenle sobre el cuello los cabellos dorados; del hombro
cuelga con la roja cinta la riquísima aljaba.

Cae al cesped el arco; Lépalo, inmóvil, enhiesto el hocico
leal y buido, ve avanzar a su dueño.

¡Oh los besos fragantes, de diosa, entre el fresco rocío!
¡Oh, en aquel mundo joven, del amor la ambrosía!

¿Amas aun tú, diosa? Nuestra raza ha quedado ya exhausta;
por sobre las ciudades tu faz parece triste.

Languidecen ya turbios los faroles; a casa retornan,
sin mirarte, unas gentes que creyéronse alegres.

El obrero, irritado, cierra de golpe la puerta chirriante,
el día maldiciendo que otra vez lo hace esclavo.

Sólo, quizás, el amante que entregada a su plácido sueño
deja a su esposa, y lleva la sangre hirviendo en besos,

presto y gozoso afronta tu faz y tus gélidas auras
diciendo: -Aurora, llévame en tu corcel de fuego.

¡A los campos de estrellas llévame! Ver yo quiero a la tierra
renaciendo en sonrisas entre tu luz rosada.

A mi esposa ver quiero bajo el sol matutino, esparcidas
las trenzas de azabache por su escarchado seno.

Enero de 1876 (1880)