lunes, 27 de septiembre de 2010

Iswe Letu: Estaba él en la casa de Gallarta


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Así, en un primer momento, no lo vio. Pero estaba allí. Él. Que en el tiempo de nuestra juventud más joven siempre estuvo presente. Y si no notó su presencia lo atribuyó al olvido. Ese olvido ‘oxidado que todo lo entierra’, como escribiera el poeta chileno. Olvido que lo hiciera reflexionar a fondo y sacar al teatro de su memoria aquel episodio reciente con los objetos, personas y personajes. E incluso con el paisaje. Es decir todo o casi todo lo que rodeó el acontecimiento. Podrá parecer enumeración reiterativa, en ocasiones cansina, pero el que escribe esto cree que es necesaria para la cabal comprensión del relato.
Tiene que reconocer, y lo reconoce, que derivó su pensamiento, y en algo tenía razón, acerca de las razones por las que no había apercibido la presencia del personaje en aquella casa al cansancio de tantas horas de viaje y a la timidez que le invade y paraliza cuando entra en casa ajena. Aunque sea de unos amigos o camaradas como en este caso.
Porque, veamos: había ido con su esposa al norte de las españas con el fin de que el agasajo que se le hacía a un familiar de su mujer, concretamente su hermana, tuviera la resonancia precisa para hacerle olvidar definitivamente la grave enfermedad que había pasado y, de paso, conseguir que el ágape o comida que los concitaba fuera un recordatorio de las varias décadas de matrimonio de ese familiar, felizmente recuperado o resucitado.
Se alojaron en la casa del hermano de su esposa; es decir: su cuñado camarada, porque lo era. O eso creía él.
Cuando entró en esa casa no se apercibió de que, el personaje ya mentado, estaba allí. Y es que pocas cosas guardó su cerebro de ese instante. Pocas. Pero que es imprescindible no dejarlas de lado, por ejemplo: la moqueta, un tanto oscura, con dibujos de color marrón o morado o rojo (en esto no sabría asegurar cual de ellos era); las puertas de entrada al salón cuyos cristales vestían motivos chinos o japoneses (el que pone estas palabras no sabes diferenciar a los unos de los otros); el sofá del salón y la ventana del fondo que parecía querer enseñar a los visitantes el hermoso paisaje o deseaba que el paisaje se adueñara de la casa o tal vez anhelaba incorporarlo a la casa como un cuadro más; paisaje donde destacaba, brillando en la noche, iluminada por las luces de las farolas y otras bombillas,  la espadaña o cresta blanca de una planta que, dicho sea de paso, estaba invadiendo todos los rincones de esa tierra siempre verde; a la izquierda del hall de entrada un taquillón sostenía un reloj dorado, nada pequeño, de formas barrocas, vigilado a ambos lados por un candelabro con velas rojas; reloj que, aunque no quería contar el paso del tiempo y se había parado, daba igual, porque por encima de él un espejo, también testigo o notario del transcurrir de la vida, le devolvió a la realidad de su rostro, cada vez más viejo, luciendo un bigote cubierto ya por las nieves del otoño.

Los dueños de la casa (uno de ellos ya lo hemos presentado) eran: el hermano de su mujer y su compañera, antaño amiga de su mujer.

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Los dueños de la casa (uno de ellos ya lo hemos presentado) eran: el hermano de su mujer y su compañera, antaño amiga de su mujer. Una pareja muy compenetrada a pesar de sus discusiones, que las tenían como cualquier matrimonio, que nunca llegaban al río. Pareja que, todo hay que decirlo, siempre lo habían tratado muy bien. El hermano de su mujer era, más que cuñado, un camarada. Tomada la anterior palabra en el exacto sentido político e ideológico que tiene. Y no lo pensaba en vano pues le ayudó a salir en alguna ocasión de cierto aprieto con la dictadura franquista. De carácter fuerte, daba todo lo que tenía y por tanto exigía correspondencia. Su gran corazón no aguantaba las ingratitudes, o lo que él creía que eran, y por tanto no se andaba por las ramas a la hora de cantarle las cuarenta al ingrato. Es más, si no eran tales las deslealtades tardaba tiempo en desechar sus prejuicios tomados por tales deslealtades. Primero tenía que convencerse de su erróneo juicio. Para ello le daba vueltas y revueltas a veces con ironía que se apreciaba en el brillo de sus ojos y en su sonrisa sarcástica. Todo lo cual eran muestras de su moral, de sus principios, adquirida y adquiridos en la lucha obrera. Moral y principios inquebrantables por lo que la amistad no la daba así como así. Y menos ahora que tanto una como el otro, o el hermanamiento, o la camaradería, se consideran cosas banales y valen menos que el pedo de una hiena vieja.

-Pero, ¡qué dices! –le cortaba a veces su compañera- si tu no eres comunista.

-Yo soy machista leninista –respondía él con su irónica sonrisa y destello en los ojos.

Estos cortes u otros los hacía ella para limar asperezas. Porque ella era con su serenidad, con su juicio equilibrado, con su, pudiéramos decir, objetiva dulzura, lo que contrarrestaba la radicalidad de él. Por eso se conjuntaban casi a la perfección. Dicho lo anterior no quiere este narrador que se sobreentienda que quiere presentar a esta mujer como sumisa y obediente. En modo alguno. Sabía defender con perseverancia y rotundidad, si fuera menester, sus puntos de vista sin dar su brazo a torcer fácilmente.


Presentados los anfitriones prosigamos el relato.

Abrumado por las atenciones y por cada cosa que se le ofrecía a sus ojos y paralizado por la timidez innata no se dio cuenta de la presencia del personaje. Es más ni se le había pasado por la imaginación. Con todo y con eso estaba en la casa, allí, cerca de él, aunque lo descubriera más tarde.

A la cocina, situada a la izquierda del hall de entrada, se accedía por una puerta situada unos pasos más allá del taquillón; puerta cuyo cristal mostraba, esta vez, no motivos asiáticos, sino escenas del folclore vasco. Nada raro por otra parte pues la casa estaba y está en Gallarta, pueblo de la provincia de Vizcaya, enclavado en lo que, antaño, fue cuenca minera. Justo enfrente de la puerta otra daba a un balconcillo desde donde se veía el edificio denominado Museo Minero.
Gallarta es la capitalidad del municipio  Abanto y Ciérvana. Desde una perspectiva histórica, tanto Abanto de Yuso como Abanto de Suso formaron parte hasta 1805 de los Cuatro Concejos del Valle de Somorostro dentro de la comarca de Las Encartaciones. Da al Norte con Ciérvana al Noreste con Santurce, al Este con Ortuella, al Sur con Galdames y al Oeste con Musques. Gallarta es un pueblo emblemático en la explotación del mineral de hierro, cuyas vetas ya fueron citadas  por Plinio el escritor romano. No quedan explotaciones abiertas desde 1993, cuando Agruminsa cesó la extracción de mineral. Esta población se trasladó de ubicación debido al avance de las minas sobre su antigua ubicación. En el municipio quedan amplias muestras de su pasado minero. Otros núcleos de población importantes dentro del municipio son Sanfuentes y Las Carreras.
A la derecha del Museo Minero aun se notaba y se nota la acción de la piqueta sobre el terreno.
Hay que decir que allí nació la llamada Pasionaria, es decir Dolores Ibárruri que fue responsable del Partido Comunista de España y también hay que decir que en esa zona minera surgió ese partido fundado entre otros por Facundo Pérezagua.
Cuando llegaron a Gallarta era de noche y había que cenar, por lo que antes de nada pasaron a la cocina.
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Cuando llegaron a Gallarta era de noche y había que cenar, por lo que antes de nada pasaron a la cocina a preparar los alimentos que calmarían su apetito.
La cocina era una cocina alargada, algo estrecha, pero suficiente para la familia que lo habitaba: el matrimonio, un hijo y la madre de la señora de la casa. Daba,  como ya se ha dicho, a una terracilla, a la izquierda de la cual tenía unos armarios y a la derecha una mesa con dos sillas donde se sentaban a descansar contemplando el hermoso paisaje que se ofrecía a la vista. Si bien, al visitante le resultaba incómoda y le desasosegaba debido al vértigo causado por una altura de cinco pisos. Por lo que tras unos minutos de ver el espectáculo de luces a esa hora de la noche que por doquier alumbraban calles y carreteras componiendo figuras que la imaginación creaba se volvió a meter en la cocina. Mientras su cuñado y camarada cortaba filetes de carne para freírlos, la mujer de su cuñado atendía a su madre anciana de muchos años y su esposa ayudaba a su hermano, él se fijo en los detalles de la cocina: azulejos blancos con adornos azules cubrían las paredes. El blanco recogía la luz del sol durante el día distribuyéndola por todos los rincones de la estancia y el azul matizaba la blancura haciéndola si cabe aun más acogedora. Tenía de todo: lavadora, nevera, lavavajillas, armarios para el pan y otros alimentos como cruasanes, galletas, dulces… Amén de fregadero y cocina eléctrica que con la encimera de mármol, material caro pero que apenas sufre deterioro, formaban la línea divisoria entre el abajo y el arriba de esa parte de la cocina. La parte de arriba estaba ocupado por un armario alargado con varios  compartimentos donde se veían  platos, vasos, fuentes diversas. Justo encima de la cocina eléctrica se hallaba la chimenea del extractor de humos. Una mesa y varias sillas donde se sentaron los cuatro componían casxi al completo los objetos de aquella cocina. ¡Ah!, se nos olvidaba anotar el teléfono y una pequeña televisión.
Cenaron cada uno a su gusto y complacencia. Sería redundancia decir que unos más y otros menos. Pero hay que decirlo para resaltar la libertad. Una libertad que queda mermada en algunas casas para que quede subrayada la voluntad de los anfitriones en la hospitalidad por un continuo ofrecimiento de comida empujando al forastero a repetir tal o cual plato por no hacer feo a la familia de acogida. El vino, un buen vino de crianza, caldo de La Rioja Alavesa, fue el compañero cordial que ayudó a disolver carnes, lomos y chorizos en el laboratorio estomacal. Y por fin la fruta, variada, en frutero de cristal, puso color final a la cena. Recogidos cubiertos y vajilla, en la sobremesa se mezcló el orujo dulce, y el champán burbujeante con otras bebidas a las que se añadió reproches que el hermano puso encima de la mesa a la hermana. Reproches considerados por él muy próximos al agravio achacándoselos como pura deslealtad. Y que a ésta (a su hermana) le costó Dios y ayuda desenredar, o como diría Don Quijote ‘desfacer el entuerto’. Un poco ayudado por el camarada cuñado y esposo de la misma (que habló poco) y por su cuñada, antigua amiga, con su sereno y mesurado juicio.
-Pero, tú cómo puedes decirle eso a tu hermana. Estas mal de la chaveta ¿o qué?
Deshecho el enredo, se hizo un repaso del ágape o comida en honor de la hermana salvada felizmente de su grave enfermedad y tras decidir el regalo con que la obsequiarían se retiraron a descansar.
Observó en su camino hacia la cama que en el hall de entrada, a la izquierda, había una fuentecilla de alabastro de la que fluía agua cuando la luz se encendía. Y a la derecha un gran espejo a los pies del mismo una alfombra era el recipiente del calzado de calle. Y, se le había olvidado por completo, arcoirisándolo todo, desde el techo, una lámpara que llaman de araña.
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Observó en su camino hacia la cama que en el hall de entrada, a la izquierda, había una fuentecilla de alabastro de la que fluía agua cuando la luz se encendía. Y a la derecha un gran espejo a los pies del mismo una alfombra era el recipiente del calzado de calle. Y, se le había olvidado por completo, arcoirisándolo todo, desde el techo, una lámpara que llaman de araña.
Llegados a estas alturas del relato, plagado de detalles insignificantes pero imprescindibles para su cohesión, alguien podría preguntar acerca del personaje que, asegura este escribidor, y es verdad, el viajero lo halló en aquella casa. Ese personaje introducido con cierto misterio pero que no tiene, en si, nada de misterioso, ni mágico, sino al contrario es muy humano, incluso demasiado humano, según escribiera un poeta, y muy carnal y claro como la luz del día. Y no, aun no lo descubre. Porque todo aquel o aquella que haya leído este escrito tan pormenorizado en ciertos detalles comprenderá que tras tantas horas de viaje, su timidez enfermiza, la discusión de hermano y hermana, la cena, el orujo, el champán… y los diversos objetos disparando sus formas y colores al cerebro, no estaba predispuesto, él, más que para dormirse.
De modo que durmió. Si. Y soñó. Soñó con que se perdía entre colinas sin llegar a meta prevista porque se extraviaba entre un dédalo de montes y oteros, conocidos para más INRI en los que trabajaban mineros también conocidos que salían cansados de la faena, tiznados de negro carbón, delgados, hambrientos, que se unían a él perdiéndose entre vericuetos mientras sus mujeres e hijos esperaban verles aparecer con la comida en la mano y corrían a abrazarse a ellos sonriendo. Sueño entre placentero y angustioso.
La mañana siguiente, lo vio por la ventana, amaneció con algunas nubes que amenazaban lluvia. Se lavó en el cuarto de baño que, dicho sea al paso de estas letras, tenía todo lujo de detalles: taza, lavabo, bidé, bañera y toallas por todas partes: en la taza, en el lavabo, en el bidé, en la bañera; toallas de todo tipo: toallas valga la redundancia, toallitas, toallones, ¿alguna más? Pues si, pero ignora su nombre. Servicio de aseo de azulejos relucientes, sin el más mínimo atisbo de suciedad.
Volvió a la habitación y se vistió rápido. Tenían que desayunar e irse a otro pueblo donde se juntarían con otros invitados al ágape o comida en honor del ya mencionado familiar.
Mientras se vestía se fijó en la cama donde había dormido. De matrimonio. En medio de lo que llaman armario puente; es decir: dos columnas de armario o laterales, columna unidas por arriba por el altillo a modo de puente. A ambos lados de la cabecera de la cama tenía una mesilla de las que llaman de noche, con una lámpara cuyo pie era angelotes desnudos y rollizos. La habitación, con el suelo todo de moqueta, tenía una gran ventana con un radiador debajo de ella. No era una habitación grande, pero si muy cómoda. De forma cúbica no faltaba de nada, hasta tenía un televisor de plasma, una sillita para colocar la ropa, un mueble de madera con travesaños a modo de perchero y una lámpara de techo de cinco bombillas.
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La habitación, con el suelo todo de moqueta, tenía una gran ventana con un radiador debajo de ella. No era una habitación grande, pero si muy cómoda. De forma cúbica no faltaba de nada, hasta tenía un televisor de plasma, una sillita para colocar la ropa, un mueble de madera con travesaños a modo de perchero y una lámpara de techo de cinco bombillas.
Miró por la ventana. Enfrente, en el paisaje, el Museo Minero. Reminiscencia de tiempo pasado. Pasado pero aun presente en la memoria colectiva. Todos, quien más quien menos, habían sido mineros, hijos de mineros o vivieron de los mineros. Sintieron sus estrecheces, se unieron en sus luchas, confraternizaron con sus anhelos. Anhelos obreros, luchas obreras, estrecheces obreras. El concepto de clase obrera, la conciencia de clase había estado muy arraigada.
Un ejemplo aclarará lo que es eso: una vez, hace veinte años, se convocó una huelga general en la construcción; en la mañana de un día cualquiera estaban sentados en los escalones algunos obreros, descansando, mientras miraban el paisaje; en esto una mujer grita desde una ventana:
-¡Serán esquiroles! ¿Los veis? Hay huelga y están trabajando. ¡Hijos de puta!
Inmediatamente se levantaron de sus escalones y corriéndose la voz se formó una manifestación espontánea en dirección al lugar donde estaban trabajando unos albañiles. Desde lejos vieron venir la manifestación y huyeron de la obra los esquiroles.
Los que participaron en esta acción, hombres y mujeres, no tenían ningún vínculo con la huelga, los movió la conciencia de clase que resume el dicho ‘hoy por ti mañana por mi’. A 50 o 100 kilómetros de allí, en Azcoitia, municipio de la provincia de Guipuzcoa, donde también estaba convocada la huelga, en unas obras se trabajaba y en otras no; nadie se preocupó; los esquiroles siguieron currando sin que por eso las gentes de ese lugar se escandalizaran.
Esa conciencia de clase, como se ve, no está por igual en todas partes. Y puede que incluso aquí se esté diluyendo. El que esto les cuenta fue testigo, hace unos años, en un bar de Gallarta, viendo jugar una partida de cartas, de un diálogo en el que uno de los jugadores, ya mayor de edad, jubilado quizás, mostraba esa conciencia de clase  obrera, frente a un joven que ponía en primer lugar su conciencia de nación.
Ambos eran obreros. Pero uno, de mayor edad, declaraba no tener nación ni patria; y el otro, el joven, decía ser vasco, amar lo vasco, y tener una patria o nación, Euskadi, para él lo más querido. Y muy probablemente el de mayor edad hubiera venido a este pueblo a trabajar emigrando de su lugar de nacimiento; y el otro, joven, sería hijo de emigrantes.
El uno, el viejo, viviría la miseria en su tierra natal, allende los miles de kilómetros; y así mismo aquí el duro trabajo de la mina. Si en su pueblo estaba el terrateniente, el cacique, el amo de las tierras, aquí, en la cuenca minera, se halló con la empresa minera, con el socio capitalista, al que nunca conoció, pero si al listero, al capataz, al ingeniero jefe de la mina que lo siguió explotando; el otro, el joven, en cambio, se fue haciendo hombre en una sociedad cuya explotación tenía otras formas menos ácidas; y cuando su padre, en el verano, lo llevaba de vacaciones a su pueblo natal contemplaba el atraso del lugar, los menosprecios de los riquillos del pueblo y cuando de vuelta a Gallarta, a su casa, como esta en la que había dormido, en la que estaban invitados, comparaba ambas situaciones y en su fuero interno gritaría, primero ¡Gora Euskadi! Y luego ¡Gora Euskadi Askatuta!
Habría un conflicto entre padre e hijo: el padre hacía tabla rasa de diferencias: todos somos obreros, todos somos explotados, los obreros no tenemos patria. El hijo ponía énfasis en las diferencias colocándolas en el pentagrama de su pensamiento: no todo es lo mismo, hay diferencias, mi patria es Euskadi ¡Gora Euskadi Askatuta!
Quizás ese que el invitado no había visto aun en aquella casa estuviera más de acuerdo con el punto de vista del anciano que con el del joven. Incluso si el joven lo conociera, que no es seguro, se daría cuenta, a poco de indagar en el pensamiento del personaje, que ese grito no era propio de un proletario u obrero; sino de propietario autóctono o enriquecido allí. Pero eso… es otra cuestión que ha dado a la literatura revolucionaria marxista – leninista muchos textos desde que Stalin escribiera ‘El marxismo y la cuestión nacional’.
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Pero eso… es otra cuestión que ha dado a la literatura revolucionaria marxista – leninista muchos textos desde que Stalin escribiera ‘El marxismo y la cuestión nacional’.
En Artxanda, municipio y monte cercano a Bilbao, hay un restaurante llamado Simón. Hacia el se dirigieron todos para celebrar el ágape o comida en homenaje a ese familiar que se había salvado de una muerte cierta. Ese familiar era, y es, hermana de su mujer; por tanto era, y es, hermana de su camarada cuñado. El restaurante fue el lugar elegido para la celebración de la ceremonia culinaria y sentimental. Enclavado entre pinos y otras arboledas. Restaurante casi mirador desde donde se divisaba Sondica, su aeropuerto y otras poblaciones del entorno de la capital vizcaina.
Entre el arbolado numerosos merenderos ocupados por familias enteras. Niños jugaban en el césped. A la entrada del tal Simón una terraza llena de mesas, también ocupadas, bullía de gente comiendo o esperando para comer. Salían del restaurante hombres y mujeres con bandejas humeantes con morcillas, chuletas de carne o pescados llevando su deleite al estómago camino de las napias que recibían el regalo con anticipación trasmitiendo al cerebro la orden de segregar jugos. Era prácticamente un autoservicio.
Pero ellos no necesitaban servirse. Ya lo harían camareros y camareras por ellos. No en balde habían reservado mesa para de cerca de veinte personas.
Efectivamente, en la primera planta del local estaba colocada ya la mesa. Les sirvieron espléndidamente con cambios de vajillas y cubiertos por cada plato servido: hongos, ventresca de bonito, ensalada, carne asada servida en pequeños asadores, bacalao… todo ello regado por buen vino o cerveza y postres diversos. Terminando el ágape con café, copa y el que quiso puro.
No cabe duda de que el personaje ‘desconocido aun’ por los lectores y que él aun no había descubierto flotaba en espíritu sobre aquellos comensales. Todos de la cuenca minera. Descendientes de mineros. Pero ninguno minero. A saber: informáticos, delineantes, metalúrgicos, amas de casa, licenciados de telecomunicaciones, maestros de niños y dos niños. Todos de procedencia obrera. ¿Con conciencia de clase?...
Cuando apareció el ramo de rosas blancas, si rosas blancas no rojas, para la agasajada portado por los dos niños se le llenaron de lágrimas los ojos de la homenajeada y de otros muchos presentes. Momento este que fue inmortalizado por las numerosas cámaras fotográficas y móviles. Brillaron los flaxes. El grupo se movió. Quien más quien menos quiso llevarse un recuerdo de ese familiar. Luego las fotos fueron con la mujer de uno, con los niños, con la novia, con el padre, con el cuñado, con el primo… Fotos para el álbum o panteón familiar, como alguien denominó la colección de fotografías.
De vuelta a Gallarta aun pasaron por otro pueblo de esa cuenca minera para tomar la espuela; es decir: las últimas libaciones de licores, los postreras copas. Los cuatro coches que llevaron al ágape o comida, los cuatro coches regresaron sanos y salvos. Si solo fueron cuatro coches se debió a que no todos conocían la ruta hacia el restaurante. Y no por ahorrar gasolina. No. Lo decimos porque que habría seis familias y alguna de ellas tenía más de un automóvil. Y tampoco fue la crisis la que restringió el número de coches.
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Y de regreso a la casa de Gallarta. Mañana volverían a su casa. Otra vez de viaje. Ahora a descansar del ágape. En esta Gallarta. Zona minera. Antaño. Lugar de nacimiento de Dolores Ibárruri, más conocida por La Pasionaria. Personaje cuasi mitológico de la lucha obrera y del comunismo y de la Historia de España. Antaño. Miembro que fue, destacado, del Partido Comunista. Gallarta, en la cuenca minera. Donde, antaño, naciera, como ya se ha dicho, el mentado Partido Comunista de España.
La señora de la casa, antigua amiga de su mujer, fue a atender a su anciana madre de la que ya hemos hablado. Férrea mujer cercana a los 100 años. Que había mantenido ella sola a su numerosa prole. Mujer de temple, hembra combativa, ya a las puertas de la muerte.
A diferencia del otro día, esta vez se sentaron en el salón a ver la televisión en un aparato grande, de plasma. Si bien, antes vieron en el ordenador las fotos sacadas en la comida o ágape.
El salón tenía a la parte izquierda un armario que ocupaba casi toda la pared. De madera. Color marrón. Las baldas tenían algunos libros aunque la mayor parte estaban ocupadas por figurillas alargadas y estilizadas adquiridas por la pareja en tierras exóticas donde habían pasado las vacaciones: Rusia, México, Francia, Cuba, República Dominicana, Portugal… El armario guardaba en sus cajones abundante ropa: sábanas, mantas, toallas, edredones… y en vitrinas, tras los cristales, relucían botellas, vasos, copas, platos… El salón tenía, además de piso de moqueta como la mayor parte de la casa, un tresillo y dos sillones, amplios, mullidos, acogedores; las paredes adornadas con cuadros de muy variada factura, así como otro sofá de dos cuerpos, una lámpara de suelo con amplio cílindro de pantalla de color blanco; en el techo una gran lámpara y para los pocos días de frío invernal dos radiadores. Salón iluminado de día por un amplio ventanal que daba a un paisaje siempre verde donde destacaba, enfrente, el Museo Minero, recordando un tiempo pasado que, quizás, poco a poco se olvidará. Y por doquier la cresta blanca de una planta exótica que va cubriendo todos los rincones: ocupando barrancos, invadiendo terraplenes, enseñoreándose de cunetas, adornando pinares… Y que dicen que produce alergías y otras enfermedades. Pero hace bonito y resalta a la luz del día.
Como tenían los invitados que irse al día siguiente se levantaron de sus asientos para acostarse.
Y fue entonces cuando lo descubrió. Cuando se dio cuenta de su presencia. De la presencia del personaje. Lo vio. Estaba allí. De perfil. Mirando hacia la ventana. Su rostro anguloso, decidido. ¿Qué miraba?... ¿El museo?... ¿La crisis? Quizás. Porque, efectivamente, dicen que hay una crisis. Y, habiéndola, el dirigir, por tanto, su vista hacia fuera, al exterior, a la calle sería de lo más lógico. Estaba convocada una huelga general para el día 29 de septiembre. Quedaba poco tiempo. De modo que, si las masas se levantaban en rebeldía, la calle sería un reflejo del descontento. Los gritos de los manifestantes subirían hasta el 5º piso y pudiera ser que recuperara, como en el día del Juicio Final, su cuerpo y alma originales. Cosas extrañas se ven a diario. Porque estaba allí. Lenin. En una foto o dibujo. De perfil. En un marco de 4x4. Mirando hacia la ventana. Allí estaba. Encima de la cabecera de la cama. Junto a otros objetos. Pocos. Se fijó en una matrioska antes de acostarse. Traída quizás, tal vez, a lo mejor, quién sabe…