La carta de su prima le encantó y el relato muy ajustado a la realidad; si bien con algún ramalazo reaccionario.
Cuando terminó de leerlo se durmió profundamente.
Se despertó, muy temprano, cuando el sol comenzaba a iluminar el horizonte montañoso. Abrió la ventana. La algarabía de los pájaros contrastaba con el silencio del pueblo solo interrumpido por los golpes de algunas puertas al cerrarse, los toses o carraspeos de los madrugadores o por la insistente y reiterada negativa del motor de un coche a arrancar.
No había ni una nube.
La atmósfera serena hacía que el humo de las chimeneas se elevara derecho hacia el cielo azul dando testimonio a los dioses madrugadores de que su fichaje de entrada en la factoría terrenal se había realizado en el tiempo y modo conveniente.
La actividad humana, por tanto, recomenzaba con el nuevo día y con ella se lanzó León a la calle dispuesto a cumplir con un impulso atávico.
Su objetivo laboral: visitar la judería.
Tras atravesar el puente del río Ambroz donde, antaño, se despidieran el rabino Efraím Anqaua y su amada Sara, adentróse entre sus callejas.
Las puertas atrancadas. Las carreteras con los cerrojos corridos. Las ventanas, con sus párpados cerrados, parecían ciegas. Las casas semejaban fantasmas paralizados en el tiempo. Y las paredes, parduscas de barro amasado con paja para que adquiriera mayor consistencia, mostraban las rugosidades propias del paso inexorable del tiempo; como se hacían patentes en el rostro del observador tempranero.
Imaginóse a sus hermanos pisando el barro con los pies desnudos para que se mezclara con la paja; luego, pacientemente, volcarlo en los moldes rectangulares de madera; extraer las plantillas para que el adobe se secara al sol y, mas tarde, cuando estuvieran secos y en cantidad suficiente, construir sus casas ayudándose unos a otros.
Dejóse llevar al albur, sin rumbo fijo, de calle en calle: Rabilero, Sinagoga, Del Vado, Cuestecilla...
La estructura primitiva del barrio y de las casas tal vez indicara, al menos él tenía esa convicción, una riquísima vida de comunidad volcada hacia dentro; y, muy probablemente, lo que por fuera aparecía cerrado a cal y canto el interior tendría numerosas vías de comunicación para facilitar esa vida colectiva comunitaria no reñida con la intimidad familiar.
Sorprendióse paseando por una estrecha callejuela cerrada al fondo por unas carreteras con el peculiar saledizo de muchos corrales; dejando ver ya los primeros brotes primaverales, por encima de él, sobresalían las ramas de una higuera; no era difícil comprender que se trataba de las puertas traseras de una vivienda donde antaño habitó un sefardí; por dentro, sin duda, el corral estaría dividido en varios compartimentos: establos con pesebres para las vacas, mulas o caballos, pocilgas para los cerdos, tenadas o cabañales para el almacenaje del heno y los manojos de sarmientos; y, quien sabe, si alguna bodega subterránea no abriría su entrada en dicho corral almacenando vino que luego serviría, en ocasiones como en la Fiesta de la Pascua, para saborear las cuatro copas como manda la tradición o para superar o disimular las amarguras de un mal año de trabajo.
Acaso se oyera desde el callejón el golpeteo periódico del martillo sobre el yunque en la fragua de un herrero judío; por aquella callejuela pasaría el ganado feliz a pastar o sufriría sabiendo que iba a sudar de lo lindo tirando de un carro o tras la mancera del arado; las paredes habrán guardado el olor al estiércol sacado, en asnales repletos, a espaldas de los moradores de la casa; y quien sabe, por qué no, guardaría la declaración amorosa o el abrazo furtivo de aquellos amantes, que, conmovidos los cimientos de su carne, no pudieron dominar la tentación de abrasarse a ritmo del martillo -le vienen a las mientes esos pensamientos recordando el nombre de otra estrecha calleja de alguna judería, no recuerda donde, apellidada "Abrazamozas" o -y aquí esboza una sonrisa- tal vez el viejo Solomo, sempiterno emporrado, sentiría orgulloso su penúltima erección, satisfecho de no perder "las buenas costumbres" como el solía repetir constantemente, según se contaba con algazara en las reuniones familiares.
Se tocó instintivamente sus genitales: también él se perturbaba pensando en Sara.
Pero la callejuela no solo habría abrigado esto: testificaría, si pudiera, sobre las místicas plegarias de algún devoto creyente o de fervientes rabinos, como su antepasado Efraím Anqaua; aquí León Saldaviel Anqaua, el incrédulo, vuelto a la pared inició un balanceo -que otrora le pareciera ridículo y que tanto escarnio, tanta mofa, hiciera de él como de otros ademanes litúrgicos de cualquiera creencia- y como un misericordioso devoto inició, brotándole espontanea de lo mas hondo del corazón, parte de una oración sinagogal del gran Yehuda Haleví aprendida de pequeño:
"El estandarte del favor me fue retirado; / el pie del arrogante es sobre mi yugo y carga. / Me veo castigado por mi grave culpa, / exiliado y cautivo, airado y enojado / donde no hay príncipes ni jefes, reyes ni señores. / Soy presa de la angustia ..."
--¡Neftalí! ¡Neftalí! -llamaba alguien al tiempo que se oía el descorrer de un cerrojo y se abrían las carreteras del fondo.
--¡Ya voy papá! -contestan.
--¡Arranca el motor! -repite la primera voz.
León interrumpió bruscamente su balanceo y su rezo al oír las voces; sintiose tan avergonzado que siente un vahído, se le nubla la vista al ver como desde el fondo de la calleja lo contempla un hombre y cae al suelo desmayado.
--¡Señor! ¡Señor! ¿Le ocurre algo? -vocea la misma persona acudiendo presuroso al lado del caído que ya vuelve en si.
--Me he mareado un poco pero ya se me ha pasado.
--Venga a casa conmigo hasta que se le pase del todo.
--No, por favor; gracias, muchas gracias; si no es nada.
--Que si, hombre: mi esposa le preparará un café con leche; ¿a qué no ha desayunado?
--No.
--Ve. Lo que yo había pensado. Ande, vamos.
El café con leche le reanimó.
--Y ¿que le ha traído por estos pagos?, si no es una indiscreción preguntarlo -le dijo el señor de la casa.
León le contó en breves palabras su origen judío y el impulso meramente sentimental, antes de irse a EE.UU., de su visita a Hervás.
--Por aquí hay refranes que nos apuntan a los de Hervás como judíos -dijo el extremeño- no sé que tendrá de verdad todo eso; aunque habrá nacido de algo, me parece a mi; la verdad sea dicha, nadie, creo yo, se siente judío en Hervás; bueno, nadie, nadie, sería mucho decir por mi parte; yo, al menos, no me siento judío; aunque los admiro, si señor, los admiro; y le puedo recitar unos versos, ahora que se puede hablar, que, de generación en generación, se han conservado en mi familia y que dicen son sefardíes; durante muchos, muchísimos años, se han dicho en voz baja, en secreto y con miedo. Me han dicho que son de un poeta judío español. Y si he de serle sincero no entiendo que puedan haber hecho daño a nadie.
--Dígamelos Ud.
--Con mucho gusto:
"El día que anidó la paloma en el nido del cuervo, / pensé: ¡ay! ya está el animal en el cubil. / Mejor es la negrura del cuervo por la mañana / que la blancura de la paloma al caer la tarde"
Le explicó León que ciertamente eran de un judío sefardí de nombre Yehuda Haleví y que la paloma representaba las canas, la vejez ; y el cuervo al cabello negro, la juventud.
Los días siguientes los pasó León entre las visitas a esta familia del barrio judío y sus paseos con el amigo Antonio Escudero.
Por fin llegó el día de su partida a Nueva York pero antes recordó que tenía que contestar a la carta de su prima Sara.
Cuando terminó de leerlo se durmió profundamente.
Se despertó, muy temprano, cuando el sol comenzaba a iluminar el horizonte montañoso. Abrió la ventana. La algarabía de los pájaros contrastaba con el silencio del pueblo solo interrumpido por los golpes de algunas puertas al cerrarse, los toses o carraspeos de los madrugadores o por la insistente y reiterada negativa del motor de un coche a arrancar.
No había ni una nube.
La atmósfera serena hacía que el humo de las chimeneas se elevara derecho hacia el cielo azul dando testimonio a los dioses madrugadores de que su fichaje de entrada en la factoría terrenal se había realizado en el tiempo y modo conveniente.
La actividad humana, por tanto, recomenzaba con el nuevo día y con ella se lanzó León a la calle dispuesto a cumplir con un impulso atávico.
Su objetivo laboral: visitar la judería.
Tras atravesar el puente del río Ambroz donde, antaño, se despidieran el rabino Efraím Anqaua y su amada Sara, adentróse entre sus callejas.
Las puertas atrancadas. Las carreteras con los cerrojos corridos. Las ventanas, con sus párpados cerrados, parecían ciegas. Las casas semejaban fantasmas paralizados en el tiempo. Y las paredes, parduscas de barro amasado con paja para que adquiriera mayor consistencia, mostraban las rugosidades propias del paso inexorable del tiempo; como se hacían patentes en el rostro del observador tempranero.
Imaginóse a sus hermanos pisando el barro con los pies desnudos para que se mezclara con la paja; luego, pacientemente, volcarlo en los moldes rectangulares de madera; extraer las plantillas para que el adobe se secara al sol y, mas tarde, cuando estuvieran secos y en cantidad suficiente, construir sus casas ayudándose unos a otros.
Dejóse llevar al albur, sin rumbo fijo, de calle en calle: Rabilero, Sinagoga, Del Vado, Cuestecilla...
La estructura primitiva del barrio y de las casas tal vez indicara, al menos él tenía esa convicción, una riquísima vida de comunidad volcada hacia dentro; y, muy probablemente, lo que por fuera aparecía cerrado a cal y canto el interior tendría numerosas vías de comunicación para facilitar esa vida colectiva comunitaria no reñida con la intimidad familiar.
Sorprendióse paseando por una estrecha callejuela cerrada al fondo por unas carreteras con el peculiar saledizo de muchos corrales; dejando ver ya los primeros brotes primaverales, por encima de él, sobresalían las ramas de una higuera; no era difícil comprender que se trataba de las puertas traseras de una vivienda donde antaño habitó un sefardí; por dentro, sin duda, el corral estaría dividido en varios compartimentos: establos con pesebres para las vacas, mulas o caballos, pocilgas para los cerdos, tenadas o cabañales para el almacenaje del heno y los manojos de sarmientos; y, quien sabe, si alguna bodega subterránea no abriría su entrada en dicho corral almacenando vino que luego serviría, en ocasiones como en la Fiesta de la Pascua, para saborear las cuatro copas como manda la tradición o para superar o disimular las amarguras de un mal año de trabajo.
Acaso se oyera desde el callejón el golpeteo periódico del martillo sobre el yunque en la fragua de un herrero judío; por aquella callejuela pasaría el ganado feliz a pastar o sufriría sabiendo que iba a sudar de lo lindo tirando de un carro o tras la mancera del arado; las paredes habrán guardado el olor al estiércol sacado, en asnales repletos, a espaldas de los moradores de la casa; y quien sabe, por qué no, guardaría la declaración amorosa o el abrazo furtivo de aquellos amantes, que, conmovidos los cimientos de su carne, no pudieron dominar la tentación de abrasarse a ritmo del martillo -le vienen a las mientes esos pensamientos recordando el nombre de otra estrecha calleja de alguna judería, no recuerda donde, apellidada "Abrazamozas" o -y aquí esboza una sonrisa- tal vez el viejo Solomo, sempiterno emporrado, sentiría orgulloso su penúltima erección, satisfecho de no perder "las buenas costumbres" como el solía repetir constantemente, según se contaba con algazara en las reuniones familiares.
Se tocó instintivamente sus genitales: también él se perturbaba pensando en Sara.
Pero la callejuela no solo habría abrigado esto: testificaría, si pudiera, sobre las místicas plegarias de algún devoto creyente o de fervientes rabinos, como su antepasado Efraím Anqaua; aquí León Saldaviel Anqaua, el incrédulo, vuelto a la pared inició un balanceo -que otrora le pareciera ridículo y que tanto escarnio, tanta mofa, hiciera de él como de otros ademanes litúrgicos de cualquiera creencia- y como un misericordioso devoto inició, brotándole espontanea de lo mas hondo del corazón, parte de una oración sinagogal del gran Yehuda Haleví aprendida de pequeño:
"El estandarte del favor me fue retirado; / el pie del arrogante es sobre mi yugo y carga. / Me veo castigado por mi grave culpa, / exiliado y cautivo, airado y enojado / donde no hay príncipes ni jefes, reyes ni señores. / Soy presa de la angustia ..."
--¡Neftalí! ¡Neftalí! -llamaba alguien al tiempo que se oía el descorrer de un cerrojo y se abrían las carreteras del fondo.
--¡Ya voy papá! -contestan.
--¡Arranca el motor! -repite la primera voz.
León interrumpió bruscamente su balanceo y su rezo al oír las voces; sintiose tan avergonzado que siente un vahído, se le nubla la vista al ver como desde el fondo de la calleja lo contempla un hombre y cae al suelo desmayado.
--¡Señor! ¡Señor! ¿Le ocurre algo? -vocea la misma persona acudiendo presuroso al lado del caído que ya vuelve en si.
--Me he mareado un poco pero ya se me ha pasado.
--Venga a casa conmigo hasta que se le pase del todo.
--No, por favor; gracias, muchas gracias; si no es nada.
--Que si, hombre: mi esposa le preparará un café con leche; ¿a qué no ha desayunado?
--No.
--Ve. Lo que yo había pensado. Ande, vamos.
El café con leche le reanimó.
--Y ¿que le ha traído por estos pagos?, si no es una indiscreción preguntarlo -le dijo el señor de la casa.
León le contó en breves palabras su origen judío y el impulso meramente sentimental, antes de irse a EE.UU., de su visita a Hervás.
--Por aquí hay refranes que nos apuntan a los de Hervás como judíos -dijo el extremeño- no sé que tendrá de verdad todo eso; aunque habrá nacido de algo, me parece a mi; la verdad sea dicha, nadie, creo yo, se siente judío en Hervás; bueno, nadie, nadie, sería mucho decir por mi parte; yo, al menos, no me siento judío; aunque los admiro, si señor, los admiro; y le puedo recitar unos versos, ahora que se puede hablar, que, de generación en generación, se han conservado en mi familia y que dicen son sefardíes; durante muchos, muchísimos años, se han dicho en voz baja, en secreto y con miedo. Me han dicho que son de un poeta judío español. Y si he de serle sincero no entiendo que puedan haber hecho daño a nadie.
--Dígamelos Ud.
--Con mucho gusto:
"El día que anidó la paloma en el nido del cuervo, / pensé: ¡ay! ya está el animal en el cubil. / Mejor es la negrura del cuervo por la mañana / que la blancura de la paloma al caer la tarde"
Le explicó León que ciertamente eran de un judío sefardí de nombre Yehuda Haleví y que la paloma representaba las canas, la vejez ; y el cuervo al cabello negro, la juventud.
Los días siguientes los pasó León entre las visitas a esta familia del barrio judío y sus paseos con el amigo Antonio Escudero.
Por fin llegó el día de su partida a Nueva York pero antes recordó que tenía que contestar a la carta de su prima Sara.
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