EL JÚBILO DE ANDAR
Por Miguel Delibes
Lo que yo he hecho y sigo haciendo es andar. Bien entre calles, por carretera, por senderos, a campo traviesa, cuesta arriba o cuesta abajo, pero, en cualquier caso, andar.
Me parece que fue González Ruano quien habló de la alegría de andar, alegría que yo he experimentado y experimento cada vez cada vez que muevo las tabas. Sin embargo, reconozco que esto de caminar –actividad que los médicos sensatos recomiendan a sus pacientes con objeto de conjurar el infarto y el estrés- no siempre resulta jubiloso para el que lo practica.
Caminando por el campo las cuatro estaciones nos ofrecen un paisaje variable, interesante siempre, en ocasiones fascinante: el charco de hielo que quebramos con nuestro pie, la carama en los tallos del rastrojo, la huella de nuestras pisadas en la escarcha, el aullido del viento, el vuelo de los pájaros, su canción de primavera, las paradas nupciales, el vagar de los insectos, el amarillear de las hojas de los árboles, el movimiento de las nubes, su forma, su color, el ondear de los trigales, el rumor del agua, los hileros del río, las primeras yemas en los árboles, etc, etc.
Por mi parte puedo afirmar que nunca me aburro caminando. Si es caso me impaciento cuando en casa me aguarda una tarea urgente que atender. Cuando esto ocurre, no acierto a dominar mis nervios, soy incapaz de abstraerme con la comedia callejera y únicamente pienso en regresar. Pero, de ordinario, a mi me encanta pasear; la alegría de andar, de Ruano, se convierte en júbilo en mi caso. Tanto que suelo hacerme a lo largo de diez kilómetros diarios, un par de horas a paso regular.
Ahora bien, lo peor de los paseos cronometrados es que el uso del reloj acaba generando manía de exactitud. Yo, por ejemplo, tengo medidos los minutos que invierto en rodear la mansión de mi casa y la de enfrente, de tal manera que cuando, de regreso de mi paseo despreocupado por las afueras de la ciudad, el cronómetro me anuncia que faltan seis u ocho minutos para cubrir el horario prefijado hago lo que el sereno de La verbena de la Paloma: dar otra vuelta a la manzana. A una o a otra, depende los minutos que falten. Y naturalmente, este suplemento de paseo, aunque sea breve, es un paseo mortificante, el cumplimiento de un deber hipotético que yo me he impuesto. Quiero decir con ello que la predisposición al paseo debe ser gozosa como la que muestra nuestro perro cuando intuye que vamos a abrirle la puerta de la calle. Si la perceptiva de estirar las piernas representa un aliciente para nosotros, el hecho de estirarlas será a buen seguro una operación fruitiva.
Otra cosa es la distribución del tiempo que hemos decidido destinar al paseo. Yo, habitualmente, camino una hora larga por la mañana y media o tres cuartos por la tarde, cambiando el itinerario. De mañana, antes de almorzar, suelo escapar a las afueras de Valladolid, a las apariencias de campo que brindan el Paseo de las Moreras o La Huerta del Rey, mientras un rato de cada tarde, antes del cine, la conferencia o el concierto, lo dedico a callejear. Horas y recorridos se alteran con las estaciones. El calor me induce a refugiarme en Campo Grande o a salir de casa a las nueve de la mañana, tan pronto me levanto, para volver poco después de las diez. En el campo las cosas varían, camino por la mañana una hora, y la de la tarde la dedico al tenis o andar en bicicleta –por supuesto también en la ciudad reduzco el tiempo de paseo cuando a la tarde me espera una actividad deportiva o le suprimo por completo, cuando dedico la jornada a la pesca o a la caza-. En resumidas cuentas, la media de diez kilómetros diarios la respeto, en tanto la jornada no me exige un desgaste físico superior.
Y hasta tal punto se ha convertido esto en una costumbre que cuando viajo, incluso por el extranjero, con cierto apresuramiento, procuro reservar un rato al paseo. Para ello suelo pernoctar en esos pequeños hoteles, muy confortables, que han salvado de la ruina viejas abadías o monasterios y, antes de cenar, camino cinco kilómetros por sus jardines o carretera adelante. A menudo esos paseos por lugares recoletos, señalados en las guías de turismo con un pájaro rojo –paradores al aire libre- me resultan lo mas tractivo y tonificante del viaje.
En los desplazamientos breves, a Madrid, suelo emplear otra argucia: detener el coche en pleno campo y dar una vuelta por cualquier camino vecinal y, acto seguido, reanudar el viaje. Y si voy acompañado y el día ha sido agitado, al regreso, me apeo unos kilómetros antes de llegar a casa, cedo el volante al acompañante y completo el recorrido en el coche de San Fernando. Aunque parezca paradójico, el paseo aventa la fatiga de la jornada, limpia los pulmones, entona los músculos y le deja a uno en condiciones de afrontar cualquier quehacer.
Esta práctica suele mantenernos en forma a pesar de los años. Por eso lo he hecho y lo sigo haciendo bien entre calles, por la carretera, por senderos, a campo traviesa, cuesta o cuesta abajo; en cualquier caso andar; si en Ruano era una alegría, la alegría de andar, en mi caso se convierte en júbilo, el júbilo de andar.
Miguel Delibes es vallisoletano. Catedrático. Miembro de la Real Academia de las Letras. Premios: Nadal, Príncipe de Asturias de las Letras y un largo ecétera
APARECIDO EN ‘CAMINAR CONOCIENDO’ Nº 5, JULIO DE 1996, PÁGINAS 18 y 19 CON ILUSTRACIONES DE ÚRSULA MARTÍN y Mª PAZ MENÉNDEZ
Por Miguel Delibes
Lo que yo he hecho y sigo haciendo es andar. Bien entre calles, por carretera, por senderos, a campo traviesa, cuesta arriba o cuesta abajo, pero, en cualquier caso, andar.
Me parece que fue González Ruano quien habló de la alegría de andar, alegría que yo he experimentado y experimento cada vez cada vez que muevo las tabas. Sin embargo, reconozco que esto de caminar –actividad que los médicos sensatos recomiendan a sus pacientes con objeto de conjurar el infarto y el estrés- no siempre resulta jubiloso para el que lo practica.
Caminando por el campo las cuatro estaciones nos ofrecen un paisaje variable, interesante siempre, en ocasiones fascinante: el charco de hielo que quebramos con nuestro pie, la carama en los tallos del rastrojo, la huella de nuestras pisadas en la escarcha, el aullido del viento, el vuelo de los pájaros, su canción de primavera, las paradas nupciales, el vagar de los insectos, el amarillear de las hojas de los árboles, el movimiento de las nubes, su forma, su color, el ondear de los trigales, el rumor del agua, los hileros del río, las primeras yemas en los árboles, etc, etc.
Por mi parte puedo afirmar que nunca me aburro caminando. Si es caso me impaciento cuando en casa me aguarda una tarea urgente que atender. Cuando esto ocurre, no acierto a dominar mis nervios, soy incapaz de abstraerme con la comedia callejera y únicamente pienso en regresar. Pero, de ordinario, a mi me encanta pasear; la alegría de andar, de Ruano, se convierte en júbilo en mi caso. Tanto que suelo hacerme a lo largo de diez kilómetros diarios, un par de horas a paso regular.
Ahora bien, lo peor de los paseos cronometrados es que el uso del reloj acaba generando manía de exactitud. Yo, por ejemplo, tengo medidos los minutos que invierto en rodear la mansión de mi casa y la de enfrente, de tal manera que cuando, de regreso de mi paseo despreocupado por las afueras de la ciudad, el cronómetro me anuncia que faltan seis u ocho minutos para cubrir el horario prefijado hago lo que el sereno de La verbena de la Paloma: dar otra vuelta a la manzana. A una o a otra, depende los minutos que falten. Y naturalmente, este suplemento de paseo, aunque sea breve, es un paseo mortificante, el cumplimiento de un deber hipotético que yo me he impuesto. Quiero decir con ello que la predisposición al paseo debe ser gozosa como la que muestra nuestro perro cuando intuye que vamos a abrirle la puerta de la calle. Si la perceptiva de estirar las piernas representa un aliciente para nosotros, el hecho de estirarlas será a buen seguro una operación fruitiva.
Otra cosa es la distribución del tiempo que hemos decidido destinar al paseo. Yo, habitualmente, camino una hora larga por la mañana y media o tres cuartos por la tarde, cambiando el itinerario. De mañana, antes de almorzar, suelo escapar a las afueras de Valladolid, a las apariencias de campo que brindan el Paseo de las Moreras o La Huerta del Rey, mientras un rato de cada tarde, antes del cine, la conferencia o el concierto, lo dedico a callejear. Horas y recorridos se alteran con las estaciones. El calor me induce a refugiarme en Campo Grande o a salir de casa a las nueve de la mañana, tan pronto me levanto, para volver poco después de las diez. En el campo las cosas varían, camino por la mañana una hora, y la de la tarde la dedico al tenis o andar en bicicleta –por supuesto también en la ciudad reduzco el tiempo de paseo cuando a la tarde me espera una actividad deportiva o le suprimo por completo, cuando dedico la jornada a la pesca o a la caza-. En resumidas cuentas, la media de diez kilómetros diarios la respeto, en tanto la jornada no me exige un desgaste físico superior.
Y hasta tal punto se ha convertido esto en una costumbre que cuando viajo, incluso por el extranjero, con cierto apresuramiento, procuro reservar un rato al paseo. Para ello suelo pernoctar en esos pequeños hoteles, muy confortables, que han salvado de la ruina viejas abadías o monasterios y, antes de cenar, camino cinco kilómetros por sus jardines o carretera adelante. A menudo esos paseos por lugares recoletos, señalados en las guías de turismo con un pájaro rojo –paradores al aire libre- me resultan lo mas tractivo y tonificante del viaje.
En los desplazamientos breves, a Madrid, suelo emplear otra argucia: detener el coche en pleno campo y dar una vuelta por cualquier camino vecinal y, acto seguido, reanudar el viaje. Y si voy acompañado y el día ha sido agitado, al regreso, me apeo unos kilómetros antes de llegar a casa, cedo el volante al acompañante y completo el recorrido en el coche de San Fernando. Aunque parezca paradójico, el paseo aventa la fatiga de la jornada, limpia los pulmones, entona los músculos y le deja a uno en condiciones de afrontar cualquier quehacer.
Esta práctica suele mantenernos en forma a pesar de los años. Por eso lo he hecho y lo sigo haciendo bien entre calles, por la carretera, por senderos, a campo traviesa, cuesta o cuesta abajo; en cualquier caso andar; si en Ruano era una alegría, la alegría de andar, en mi caso se convierte en júbilo, el júbilo de andar.
Miguel Delibes es vallisoletano. Catedrático. Miembro de la Real Academia de las Letras. Premios: Nadal, Príncipe de Asturias de las Letras y un largo ecétera
APARECIDO EN ‘CAMINAR CONOCIENDO’ Nº 5, JULIO DE 1996, PÁGINAS 18 y 19 CON ILUSTRACIONES DE ÚRSULA MARTÍN y Mª PAZ MENÉNDEZ
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