Por Claudio Rodríguez
“… ou le pays des Vignes”
Rimbaud
Nunca había sabido que mi paso
Era distinto sobre tierra roja,
Que sonaba más puramente seco
Lo mismo que si no llevase un hombre,
De pie, en su dimensión. Por ese ruido
Quizá algunos linderos me recuerden.
Por otra cosa no. Cambian las nubes
De forma y se adelantan a su cambio
Deslumbrándose en él, como el arroyo
Dentro de su fluir; los manantiales
Contienen hacia fuera su silencio.
¿Dónde estabas sin mí, bebida mía?
Hasta la hoz pregunta mas que siega.
Hasta el grajo maldice mas que chilla.
Un concierto de espiga contra espiga
Viene con el levante del sol. ¡Cuánto
Hueco para morir! ¡Cuánto azul vivido,
Cuando amarillo de era para el roce!
Ni aun hallando sabré: me han trasladado
La visión, piedra a piedra, como a un templo.
¡Qué hora: lanzar el cuerpo hacia lo alto!
Riego activo por dentro y por encima
Transparente quietud, en bloques, hecha
Con delgadez de música distante
Muy en alma subida y sola al raso.
Ya este vuelo del ver es amor tuyo.
Y ya nosotros no ignoramos que una
Brizna logra también eternizarse
Y espera el sitio, espera el viento, espera
Retener todo el pasto en su obra humilde.
Y cómo sufre cualquier luz y cómo
Sufre en la claridad de la protesta.
Desde siempre me oyes cuando libre
Con el creciente día, me retiro
Al oscuro henchimiento, a mi faena,
Como el cardal ante la lluvia al áspero
Zumo viscoso de su flor; y es porque
Tiene que ser así: yo soy un surco
Mas, no un camino que desabre el tiempo.
Quiere que sea así quien me aró. -¡Reja
Profunda!-Soy culpable. Me lo gritan.
Como un heñir de pan sus voces pasan
Al latido, a la sangre, a mi locura
De recordar, de aumentar miedos, a esta
Locura de llevar mi canto a cuestas,
Gavilla más, gavilla de qué parva.
Que os salven, no. Mirad: la lavandera
Del río, que no lava la mañana
Por no secarla entre sus manos, porque
La secaría como a ropa blanca,
Se salva a su manera. Y los otoños
También. Y cada ser. Y el mar que rige
Sobre el páramo: oh, no sólo el viento
Del Norte es como un mar, sino que el chopo
Tiembla como las jarcias de un navío.
Ni el redil fabuloso de las tardes
Me invade así. Tu amor, a tu amor temo,
Nave central de mi dolor, y campo.
Pero ahora estoy lejos, tan lejano
Que nadie lloraría si muriese.
Comienzo a comprobar que nuestro reino
Tampoco es de este mundo. ¿Qué montañas
Me elevarían? ¿Qué oración me sirve?
Pueblos hay que conocen las estrellas,
Acostumbrados a los frutos, casi
Tallados a la imagen de sus hombres
Que saben de semillas por el tacto.
En ellos, qué ciudad. Urden mil danzas
En torno mío insectos y me llenan
De rumores de establo, ya asumidos
Como la hez de un fermentado vino.
Sigo, pasan los días, luminosos
A ras de tierra, y sobre las colinas
Ciegos de altura insoportable, y bellos
Igual que un estertor de alondra nueva.
Sigo. Seguir es mi única esperanza.
Seguir oyendo el ruido de mis pasos
Con la fruición de un pobre lazarillo.
Pero ahora eres tú y estás en todo.
Si yo muriese harías de mi un surco,
Un surco inalterable: ni pedrisca,
Ni eso luto del ángel, nieve, ni ese
Cierzo con tantos fuegos clandestinos
Cambiarían su línea, que interpreta
La estación claramente. ¿Y qué lugares
Más sobrios que estos para ir esperando?
¡Es Castilla, sufridlo! En otros tiempos,
Cuando se me nombraba como a hijo
No podía pensar que la de ella
Fuera la única voz que me quedase,
La única intimidad bien sosegada
Que dejar en mis ojos fe de cepa.
De cepa madre. Y tú, corazón, uva
Roja, la más ebria, la que menos
Vendimiaron los hombres, ¿cómo ibas
A saber que no estabas en racimo,
Que no te sostenía tallo alguno?
-He hablado así tempranamente, ¿y debo
Prevenirme del sol del entusiasmo?
Una luz que en el aire es aire apenas
Viene desde el crepúsculo y separa
La intensa sombra de los arces blancos
Antes de separar dos claridades:
La del día total y la nublada
De luna, confundidas un instante
Dentro de un rayo último difuso.
Qué importa marzo coronando almendros.
Y la noche qué importa si aun estamos
Buscando un resplandor definitivo.
Oh, la noche que lanza sus estrellas
Desde almenas celestes. Ya no hay nada:
Cielo y tierra sin más. ¡Seguro blanco,
Seguro blanco ofrece el pecho mío!
Oh, la estrella de oculta amanecida
Traspasándome al fin, ya más cercana.
Que cuando caiga muera o no, qué importa.
Qué importa si ahora estoy en el camino.
Claudio Rodríguez, que nació en Zamora, es profesor de literatura. Miembro de la Real Academia Española. Premio Adonais a los 17 años, Nacional de Literatura y de Castilla y León de las Letras…
Este poema de Claudio Rodríguez ha sido tomado de las páginas 35-36 de la revista ‘Caminar Conociendo’ del nº 5 de julio de 1996
“… ou le pays des Vignes”
Rimbaud
Nunca había sabido que mi paso
Era distinto sobre tierra roja,
Que sonaba más puramente seco
Lo mismo que si no llevase un hombre,
De pie, en su dimensión. Por ese ruido
Quizá algunos linderos me recuerden.
Por otra cosa no. Cambian las nubes
De forma y se adelantan a su cambio
Deslumbrándose en él, como el arroyo
Dentro de su fluir; los manantiales
Contienen hacia fuera su silencio.
¿Dónde estabas sin mí, bebida mía?
Hasta la hoz pregunta mas que siega.
Hasta el grajo maldice mas que chilla.
Un concierto de espiga contra espiga
Viene con el levante del sol. ¡Cuánto
Hueco para morir! ¡Cuánto azul vivido,
Cuando amarillo de era para el roce!
Ni aun hallando sabré: me han trasladado
La visión, piedra a piedra, como a un templo.
¡Qué hora: lanzar el cuerpo hacia lo alto!
Riego activo por dentro y por encima
Transparente quietud, en bloques, hecha
Con delgadez de música distante
Muy en alma subida y sola al raso.
Ya este vuelo del ver es amor tuyo.
Y ya nosotros no ignoramos que una
Brizna logra también eternizarse
Y espera el sitio, espera el viento, espera
Retener todo el pasto en su obra humilde.
Y cómo sufre cualquier luz y cómo
Sufre en la claridad de la protesta.
Desde siempre me oyes cuando libre
Con el creciente día, me retiro
Al oscuro henchimiento, a mi faena,
Como el cardal ante la lluvia al áspero
Zumo viscoso de su flor; y es porque
Tiene que ser así: yo soy un surco
Mas, no un camino que desabre el tiempo.
Quiere que sea así quien me aró. -¡Reja
Profunda!-Soy culpable. Me lo gritan.
Como un heñir de pan sus voces pasan
Al latido, a la sangre, a mi locura
De recordar, de aumentar miedos, a esta
Locura de llevar mi canto a cuestas,
Gavilla más, gavilla de qué parva.
Que os salven, no. Mirad: la lavandera
Del río, que no lava la mañana
Por no secarla entre sus manos, porque
La secaría como a ropa blanca,
Se salva a su manera. Y los otoños
También. Y cada ser. Y el mar que rige
Sobre el páramo: oh, no sólo el viento
Del Norte es como un mar, sino que el chopo
Tiembla como las jarcias de un navío.
Ni el redil fabuloso de las tardes
Me invade así. Tu amor, a tu amor temo,
Nave central de mi dolor, y campo.
Pero ahora estoy lejos, tan lejano
Que nadie lloraría si muriese.
Comienzo a comprobar que nuestro reino
Tampoco es de este mundo. ¿Qué montañas
Me elevarían? ¿Qué oración me sirve?
Pueblos hay que conocen las estrellas,
Acostumbrados a los frutos, casi
Tallados a la imagen de sus hombres
Que saben de semillas por el tacto.
En ellos, qué ciudad. Urden mil danzas
En torno mío insectos y me llenan
De rumores de establo, ya asumidos
Como la hez de un fermentado vino.
Sigo, pasan los días, luminosos
A ras de tierra, y sobre las colinas
Ciegos de altura insoportable, y bellos
Igual que un estertor de alondra nueva.
Sigo. Seguir es mi única esperanza.
Seguir oyendo el ruido de mis pasos
Con la fruición de un pobre lazarillo.
Pero ahora eres tú y estás en todo.
Si yo muriese harías de mi un surco,
Un surco inalterable: ni pedrisca,
Ni eso luto del ángel, nieve, ni ese
Cierzo con tantos fuegos clandestinos
Cambiarían su línea, que interpreta
La estación claramente. ¿Y qué lugares
Más sobrios que estos para ir esperando?
¡Es Castilla, sufridlo! En otros tiempos,
Cuando se me nombraba como a hijo
No podía pensar que la de ella
Fuera la única voz que me quedase,
La única intimidad bien sosegada
Que dejar en mis ojos fe de cepa.
De cepa madre. Y tú, corazón, uva
Roja, la más ebria, la que menos
Vendimiaron los hombres, ¿cómo ibas
A saber que no estabas en racimo,
Que no te sostenía tallo alguno?
-He hablado así tempranamente, ¿y debo
Prevenirme del sol del entusiasmo?
Una luz que en el aire es aire apenas
Viene desde el crepúsculo y separa
La intensa sombra de los arces blancos
Antes de separar dos claridades:
La del día total y la nublada
De luna, confundidas un instante
Dentro de un rayo último difuso.
Qué importa marzo coronando almendros.
Y la noche qué importa si aun estamos
Buscando un resplandor definitivo.
Oh, la noche que lanza sus estrellas
Desde almenas celestes. Ya no hay nada:
Cielo y tierra sin más. ¡Seguro blanco,
Seguro blanco ofrece el pecho mío!
Oh, la estrella de oculta amanecida
Traspasándome al fin, ya más cercana.
Que cuando caiga muera o no, qué importa.
Qué importa si ahora estoy en el camino.
Claudio Rodríguez, que nació en Zamora, es profesor de literatura. Miembro de la Real Academia Española. Premio Adonais a los 17 años, Nacional de Literatura y de Castilla y León de las Letras…
Este poema de Claudio Rodríguez ha sido tomado de las páginas 35-36 de la revista ‘Caminar Conociendo’ del nº 5 de julio de 1996
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