miércoles, 28 de marzo de 2007

Jacoba Conde: 'De Vigo a Santiago, por el bien de todos'


De Vigo a Santiago, por el bien de todos


por Jacoba Conde(*)


Cuando de niña vivía en Santiago de Compostela, de vez en cuando y tanto en las suaves tardes de verano como bajo la cruel persistencia de la lluvia invernal, subía hasta la casa de mis tías una extraña y pobre mujer de tipo céltico -o de lo que vulgarmente se entiende por tal-, con el cabello enmarañado o semirrecogido por una cinta oscura, que quizá hubiera querido ser diadema, pero que, caída sobre la frente, le daba el aspecto de un McEnroe descalificado. En el rostro atezado se abrían, gementes et flenctes, unos leoninos ojos melados que miraban con fijeza obsesiva. A cualquiera que le abriese la puerta, la mujer le preguntaba respetuosamente por mi tía Concha -con ningún otro miembro de la familia entablaba conversación- y una vez delante de ella, le espetaba con voz aguda y plañidera:

--¡Ai, señora, fágame unha caridad, que non teño cousa ningunha y le ando de Santiago a Vigo e de Vigo a Santiago por el bien de todos!

Así remataba siempre la misma frase, en clarísimo castellano: 'por el bien de todos' -airosa cimera-. Escondidas detrás de la puerta, mis hermanas y yo conteníamos la risa, mientras mi tía atendía a la viajera. Y durante años la frase de al mujer perteneció al acervo del léxico familiar para expresar el andar de alguno de nosotros, confusos y atolondrados, de un lado para otro, como ella sin descanso iba y venía de la mítica y eterna Compostela, a la marítima, populosa y desestructuradamente moderna ciudad de Vigo. No parecen demasiados kilómetros cuando se recorren cómodamente en coche por la actual autovía; pero es aún mejor en tren, como nosotros en aquellos años, cantando a voz en grito, a contraviento, asomados a las ventanillas -a riesgo de que alguna carbonilla se nos colara en un ojo-, olfateando el aire y ansiosos de la punzada limpísima del aroma marino. Llegando a Carril, poco antes de Carril, lo celebrábamos:

--¿¡El mar, el mar?!, gritábamos como diez mil y sin Jenofonte.

Aunque en Vigo me nacieron -como dijo Clarín de su Zamora natal y, de la también zamorana Tábara, León Felipe-, a Compostela me llevaron aún sin memoria, con solo algún balbuceo sonrosado. En esa ciudad donde la piedra se afirma resuelta, ahincada en tierra y emergente contra el cielo, allí aprendí que la vida es un camino con vocación de inmortalidad, como la línea tiende al infinito. Y todavía ahora, después de tantos años, me acuerdo algunas veces de la patética imagen de aquella mujer peripatética y se me antoja que su petición encerraba una extraña y profunda sabiduría, pues se sabía acreedora a la generosa ayuda de todo bicho viviente porque ella se había querido caminante incansable, pasajera continua, viajera de ida y vuelta, peregrina en círculo, laberíntica, asentando su vivir en la permanente dinámica de andar su camino.

Como Gilgamesh en busca de la inmortalidad y Ulises de retorno a la patria, como Ruy Díaz, el Castellano, tras su honor perdido –que era también el de su pueblo- y Alonso Quijano, el Bueno, en su camino de lucha por hacer realidad –que es ficción- su proyectada persona, su decidida máscara de caballero andante, de auténtico y no fantástico Amadís; así, también, todos somos caminantes de un camino sin sentido aparente, sin otro ni más sentido que el caminar mismo. Ya lo dijo Juan Ramón –los poetas, siempre-:

--‘Andando, andando, que quiero llegar tardando’.

Llegar ¿a dónde? A la muerte, sin duda. No nos engañemos.
Por si la vida es camino, que cada uno recorra el suyo propio, el que le corresponda, el marcado por los dioses –o por sabe quién-. Y bien puede ser que parezca que, como el de la mujer de los ojos amarillos, no tiene sentido alguno; pero a no dudarlo, entonces habrá alcanzado la máxima dimensión y tan alta que ni él mismo será capaz de reconocerla, puesto que, de tan propio no habrá existido nunca ninguno como el suyo, ninguno conocido ni reconocido imposible, por tanto, de medir: inmensurable.
Verdaderamente, pues, a la medida del hombre.

(*) La autora es profesora de literatura.
(Creemos que, Jacoba Conde, es un seudónimo que esconde –nunca mejor dicho- a la poetisa María Paz Díez-Taboada)

EN LA REVISTA ‘CAMINAR CONOCIENDO’, NÚMERO 5, PÁGINA 17 DE JULIO DE 1996

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