Manuel Sánchez Mariana (*):
‘Antiguos Libros Hallados’
El reciente hallazgo en Barcarrota (Badajoz) de un conjunto de libros antiguos tapiados desde hace varios siglos, entre los que ha aparecido nada menos que una edición desconocida del Lazarillo de Tormes, nos hace reflexionar y nos alerta una vez más sobre el constante peligro que ha acechado siempre, y hoy acecha con más riesgo que nunca, a la conservación del patrimonio intelectual del hombre.
El libro es una materia frágil, está compuesta de hojas de una sustancia susceptible de una fácil desintegración, pasto de las llamas, alimento de insectos, soporte de colonias de microorganismos que proliferan gracias a su facilidad para absorber la humedad. Pero esa materia débil es a la vez vehículo de ideas, de ideas audaces capaces de despertar pasiones que pueden conducir a su destrucción. Con todo, el enemigo principal del libro es quizá la indiferencia, la desidia y el abandono, que han conducido a la destrucción del soporte del pensamiento en mayor medida quizá que los agentes de la naturaleza.
Si pensamos en todo ello, no podremos menos de considerar milagroso el que haya pervivido una buena parte del pensamiento humano trasmitido a través de la escritura. Las utopías de autores como Bradbury sobre la salvación de la palabra escrita han sido ya realidad en épocas pasadas. Los bibliotecarios de la Biblioteca de Alejandría lograron trasmitir la literatura de la antigüedad hasta la Edad Media, los monjes de los monasterios hicieron pervivir hasta el Renacimiento, la invención de la imprenta parecía haber asegurado su supervivencia. Pero hoy de nuevo la palabra escrita se ve amenazada.
Nos vienen a la memoria algunos casos notorios de destrucción de libros y algunos hallazgos extraordinarios que rozan casi lo inverosímil. Entre las bibliotecas monásticas españolas de la Edad Media, una de las mayores riquezas en códices fue la de Oña, al norte de la provincia de Burgos: ¿para qué diréis que se empleó el pergamino de los códices, ornados de ricas miniaturas? Pues, según un testimonio antiguo, ¡para asar chorizos! Pero alguien podría pensar que el caso es propio de un núcleo rural y entre gente poco ilustrada, y que en otro medio no habría tenido lugar; nada más lejos de la realidad: en el siglo XVIII, los colegiales del Colegio Mayor de San Ildefonso, de la Universidad de Alcalá, vendieron sus códices árabes a un polvorista para fabricar cohetes para utilizar en sus festividades. En este contexto, el caso de libros malvendidos a traperos o anticuarios avispados, como los del Monasterio de Silos, en el siglo XIX, que fueron a parar a París y a Londres, es comparativamente menor, pues al menos los libros se conservan.
Algunos hallazgos sorprendentes de restos escapados a la destrucción nos llaman especialmente la atención. Hoy nos parece milagroso que unos libros emparedados como los hallados en Bancarrota –y no es este caso único-, fruto quizá de una ocultación apresurada por un riesgo de control ideológico, se hayan conservado en buenas condiciones. Otro caso bastante conocido es el del manuscrito de las obras de Gonzalo de Berceo que guarda la Real Academia Española, cuyas hojas de pergamino tapaban las ventanas de una vivienda rural en una aldea de Castilla, donde fueron descubiertas por un sacerdote que acudió a atender a un moribundo. Pero el caso más chocante es quizá el del hallazgo de una buena parte del archivo de la Casa de Altamira, malvendido en el siglo pasado, demostración de que ni siquiera los estamentos en los que podríamos depositar más confianza por ser depositarios de la cultura están exentos de culpa; el caso es narrado detalladamente por don Agustín González de Amezúa al editar el epistolario de Lope de Vega –cuyos originales, que estaban en dicho archivo, desaparecieron, por cierto-, y aquí nosotros lo resumimos: un día, a finales del siglo XIX, iba el conde de Valencia de Don Juan por la Calle Mayor de Madrid, cuando sintió urgencia de hacer sus necesidades corporales, solicitando permiso para ello en una tienda de comestibles; cual no sería su sorpresa cuando tras satisfacer sus demandas físicas y al echar mano a un montón de papel, se encontró en ella una carta autógrafa de don Gonzalo Fernández de Córdoba, llamado el Gran Capitán; demandó rápidamente al tendero el origen de aquellos papeles, y supo que, junto a otros que tenía para envolver la mercancía, procedían de la casa nobiliaria antes citada. Gracias a su adquisición, hoy puede consultarse en el Instituto de Valencia de Don Juan.
El recuerdo de estas anécdotas debe alertarnos sobre los peligros que hoy más que nunca acechan para la transmisión de los libros a las futuras generaciones. La baja calidad del papel y de las tintas de impresión de los libros actuales, cuya duración apenas está garantizada para una generación, la contaminación ambiental que dificulta y encarece la conservación y provocará previsiblemente la destrucción de colecciones no sometidas a un control riguroso y caro, la sustitución progresiva del libro por los nuevos soportes cuya duración tampoco está garantizada, son amenazas frente a las que debemos actuar si queremos que las futuras generaciones dispongan de una buena herencia intelectual semejante o superior a la nuestra.
(*)Manuel Sánchez Mariana es Director del Fondo Histórico de la Universidad de Alcalá de Henares
DE LA PÁGINA 6, DEL NÚMERO 5 DE LA REVISTA ‘CAMINAR CONOCIENDO' DE JULIO DE 1996
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