El Sueño de la Razón
Que era él, F. de G. y L., el del sueño: un sueño de soldado que se fue casi sin nada, sin despedirse: tan sólo una entrañable y sangrienta remembranza y, con el proyectil extraviado que se acantonó en su corazón, se la zamparon...
Por ese impulso espontáneo que, con toda carga de razón, le había llevado a acercarse a la fuente para enjugar sus labios de añoranza con otra fuente o manantial de su pueblo...
Lo hizo con apresuramiento, casi con avaricia, desatendiendo todas las reglas, todas las medidas de cautela que, en momentos de guerra, deben tomarse, mirando a los cuatro puntos cardinales, incluso a la bóveda celeste y al centro de la tierra, si fuera posible, ya que el adversario está, o puede estar, en cualquier parte y hasta revoloteando como las avispas en torno a los veneros...
Lo del avispero lo habían recordado, con toda razón, hablando de su guerra... Era una equiparación muy expresiva, aunque a lo que se referían era más espeluznante, era más peligroso que los avisperos reales que él conocía "desollado" -si "desollado" diría- es decir: a las mil maravillas... Y que, indudablemente, estaban en cualquier parte: ya fuera el tronco de un árbol, o la hendidura de una roca, ya debajo de las pizarras del tejado, o entre las plantas de los pimientos de las huertas y podía esquivarlos...
Como podía evitar a esas avispas que se congregaban para beber, como él, a la fuente; "Venero" denominaban a una en su pueblo, evoca; otra "Venerillo", otra "Fontuana"... ¡O aquella que se pronunciaba con sonido tan cadencioso, "Palancarruca"!...
Y los recuerdos se le agolpaban, se empujaban, se atropellaban, como las bestias de su pueblo cuando las guiaba a beber al abrevadero o pilón; que estaba unido a la fuente por un canalillo del que se sustentaba...
Con buena imaginación los antepasados -es de suponer- la habían construido para que la sobrante rellenara ese depósito -pilón que ya se ha dicho- para satisfacer la sed de las vacas, los ñus, las mulas, los okapis, los elefantes, cebras... Y no se extraviara en la tierra inútilmente...
Estaba al lado de un arroyuelo que, en el estío, como ahora, descendía casi seco, pues en toda la extensión de su curso los campesinos hacían pozas, quedándolo sin jugo, para regar sus huertas...
Mientras caminaba, podía observar que hacían aquí también lo mismo: a ambas márgenes del lecho del riachuelo existían huertas muy bien cuidadas, casi con esmero... Con parecido cuidado y esmero con que lo hacía él, en las suyas, y sus familiares... Que hacía mucho tiempo que no las veía... Como no veía a su mujer ni a su hijo, ni tan siquiera sabía qué había sido de ellos, llegando hasta el extremo de pensar, como lo pensaba, que bien pudieran haberse muerto ¡Dios o Jehová o Alá el Misericordioso no lo quisiera!...
Desecha esa idea contemplando las inmediaciones de la fuente hacia donde encaminaba sus pasos y que tantísimo se parecían a las de su pueblo... Nada extraño, por otra parte, ya que por donde caminaba, por donde guerreaba, la nostalgia le jugaba malas pasadas...
Lo que era sorprendente, eso si, son los lagrimones que aparecen en sus ojos en ese momento; precisamente ahora; cosa que nunca le había sucedido; ahora que su impulso le expide hacia al centro, en el claro de la arboleda, donde se halla la fuente y su abrevadero, colmado de un exuberante y resplandeciente júbilo como el día...
¡Tanto se le parecen a su tierra natal, que no ha podido contener las lágrimas!...
Llegado, contempla el fluir del agua, escucha arrebatado su murmullo, se agacha al caño y arrima sus labios para beber... Pero antes no se resiste a llevar a cabo lo mismo que hacía antaño: pasar a la parte de atrás de la fuente y hacer lo que los animales, pero pudorosamente, disimulado su príapo (cipote lo llamaban por su pueblo) a la vista de extraños, entre los dedos de su mano derecha...
Dio la vuelta y se puso a orinar... Gesto reflejo, que ya se decía, de las bestias que separando las extremidades de atrás, levantaban el rabo, abrían o entreabrían los labios (la seta, se decía por allí) de sus órganos reproductores, impúdicamente, y descargaban sus chorros amarillentos y calientes en el barro que humeaba... De la misma manera hacía él siempre, cosa natural por otra parte, nada del otro mundo...
Se abrochó la abertura del pantalón, miró al frente, movimiento involuntario, pareciéndole observar algo que se deslizaba entre los árboles... Árboles que, convino, tal vez alucinaba, como los de su mismo pueblo...
Como o semejante o parecido o similar no eran las palabras exactas, ya que se dio cuenta que estaba, efectivamente, en su pueblo... Lo que le produjo un considerable júbilo, una desmesurada alegría, y, colmado de razón, unas incontenibles ganas de gritar, y cantar, y saltar...
Anhelos que fueron tronchados en agraz por una proyectil que partió de los árboles, donde había creído vislumbrar algo que le acechaba, o espiaba... Y que ahora, a deshora, ya tarde, irremediablemente tarde, comprobó que era su esposa pertrechada de fusil o carabina quien llena, repleta, atiborrada -con toda la razón del mundo- de patriotismo por defiende las tierras de intrusos...
Y que camina acercándose y crece y se agiganta y cuando los labios de Goya inician, en los estertores de la muerte, un tenue, apenas audible "¡cariño!", el gigantesco, el descomunal, el monstruoso ser lo agarra, como si de un suculento bocadillo de carne se tratara y, mirándolo con ojos abiertos como platos, muerde con fruición, primero cabeza y brazo derecho, y continúa luego con el izquierdo que colgaba ensangrentado...
Y que, Francisco de Goya y Lucientes, despertándose sobresaltado, dijo:
-¡Joder con los sueñitos de la razón!... ¡Producen monstruos!...
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(*) José Mª Amigo Zamorano, director de la revista 'Caminar conociendo', es Maestro de Enseñanza Primaria
(RELATO APARECIDO EN LAS PÁGINA 4 y 5 DE LA REVISTA 'CAMINAR CONOCIENDO' Nº 5, JULIO DE 1996)
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